He tomado prestado para esta reseña el título de la última novela de Michael Crichton publicada en España, pues expresa con precisión el estado de ánimo que comparten la mayoría de los personajes de Crash (Colisión): el miedo al otro, al que tiene distinto color de piel, al que viste o habla de de otra manera, al que camina a pie por esa ciudad inabarcable y hostil al peatón que es Los Ángeles, el miedo a quien conduce un coche destartalado, seguramente robado, en vez de un poderoso cuatro por cuatro de dos toneladas y perfiles rotundos y agresivos.
No sólo hay conflictos raciales y de clase en esta película, pero lo cierto es que ellos conforman la mayor parte de su discurso. Y es un discurso poco habitual, inusualmente sincero, e incluso cómicamente sincero en más de una ocasión: uno de los delincuentes negros, obsesionado con las infinitas formas que adopta la discriminación racial, afirma que el enorme tamaño de los cristales de los autobuses de transporte público sólo pretende humillar a los negros, los únicos que, según afirma, se montan en ellos. Y aunque la historia transcurra en Los Ángeles y sea inseparable de las muy peculiares condiciones de vida de la megalópolis californiana, también constituye un diagnóstico preciso de ese sentimiento de angustia, de vida insegura y azarosa, siempre al borde del derrumbe («todos los días me levanto de mal humor, y no sé por qué», dice el personaje que encarna Sandra Bullock), que es perfectamente aplicable a los habitantes de muchas de las grandes ciudades del mundo desarrollado.
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