He tomado prestado para esta reseña el título de la última novela de Michael Crichton publicada en España, pues expresa con precisión el estado de ánimo que comparten la mayoría de los personajes de Crash (Colisión): el miedo al otro, al que tiene distinto color de piel, al que viste o habla de de otra manera, al que camina a pie por esa ciudad inabarcable y hostil al peatón que es Los Ángeles, el miedo a quien conduce un coche destartalado, seguramente robado, en vez de un poderoso cuatro por cuatro de dos toneladas y perfiles rotundos y agresivos.
No sólo hay conflictos raciales y de clase en esta película, pero lo cierto es que ellos conforman la mayor parte de su discurso. Y es un discurso poco habitual, inusualmente sincero, e incluso cómicamente sincero en más de una ocasión: uno de los delincuentes negros, obsesionado con las infinitas formas que adopta la discriminación racial, afirma que el enorme tamaño de los cristales de los autobuses de transporte público sólo pretende humillar a los negros, los únicos que, según afirma, se montan en ellos. Y aunque la historia transcurra en Los Ángeles y sea inseparable de las muy peculiares condiciones de vida de la megalópolis californiana, también constituye un diagnóstico preciso de ese sentimiento de angustia, de vida insegura y azarosa, siempre al borde del derrumbe («todos los días me levanto de mal humor, y no sé por qué», dice el personaje que encarna Sandra Bullock), que es perfectamente aplicable a los habitantes de muchas de las grandes ciudades del mundo desarrollado.
Uno de los indudables atractivos del gran fresco social de Crash es el hecho de que sus personajes no son enteramente buenos ni malos, sino criaturas vulnerables, doloridas, contempladas con una mirada sincera, que puede ser al mismo tiempo mordaz y compasiva. De un modo u otro, a los personajes del filme de Paul Haggis les superan las circunstancias, bien sea en forma de un azar caprichoso o de elecciones que parecían correctas y acaban por ser fatales: el policía racista no es en el fondo mala persona (me refiero al personaje magníficamente interpretado por Matt Dillon, que vierte en forma de racismo su angustia ante el sufrimiento de su padre, un sufrimiento que en parte se debe a la incompetencia de una burocracia en manos de trabajadores negros), y en cambio el poli blanco y joven, que aborrece los abusos y no quiere trabajar junto a su compañero más veterano, acaba conducido por un azar maligno a la violencia y a la destrucción que quiso evitar. Y en la historia se mezclan oportunamente la tragedia con la risa, el drama con la farsa, los tonos broncos y el humor, en una combinación que, incluso a pesar de sus exageraciones y de alguna salida de tono, resulta muy atractiva y de gran intensidad emocional.
Es muy posible que otra de las razones que explique la satisfacción con la que la mayoría de los espectadores hemos acogido Crash sea el hecho de que es una película que nos ha pillado un tanto por sorpresa. Desde luego no ha sido el objetivo de ninguno de los grandes lanzamientos publicitarios de la temporada, y, al menos en mi caso, si acudí a verla con la expectación de las grandes ocasiones fue sólo por haber leído algunas críticas elogiosas y por las opiniones muy favorables de amigos y conocidos.
Al menos por una vez, ni unas ni otras estaban desencaminadas. Convendría, no obstante, utilizar con prudencia los adjetivos, pues no es la película ejemplar que parecen consagrar algunas reseñas, ni tampoco un filme especialmente novedoso (el parecido de esta historia urbana con otras de protagonista colectivo, como Grand Canyon, de Lawrence Kasdan, Vidas cruzadas, de Robert Altman o Magnolia, de Paul Thomas Anderson, es bastante obvio, lo mismo que su tono desolado, nocturno, que trae a la memoria ecos de películas de Michael Mann como Collateral o Heat), lo cual no quita un ápice de interés al filme de este recién llegado a la gran pantalla, que hasta ahora era conocido sobre todo como el guionista de la oscarizada Million Dollar Baby, de Clint Eastwood.
A mi modo de ver, el aspecto más notable de la película no está en el complejo trenzado de las muchas historias personales que confluyen en su trama –en varias ocasiones demasiado deudora de casualidades poco justificables y de trucos de guión muy visibles–, ni tampoco en los efectos dramáticos, en la tensión emocional que se respira constantemente a lo largo de la historia, sino justamente en lo que he señalado al principio, en esa aproximación afectiva del director a un conjunto de personajes muy distinto –blancos, negros, ricos, pobres, miembros prominentes de la sociedad y recién llegados que casi no hablan inglés, gente a la que le sonríe la fortuna o que tiene una terrible mala suerte–, cada uno de ellos con su propia cruz a cuestas. En más de una reseña se han criticado las concesiones que hace el guión a la norma del final feliz (no tan feliz, habría que precisar, pues en el desenlace hay de todo. Efectivamente, tales concesiones existen, y en algún caso son un tanto disonantes con el carácter o la condición de los personajes, pero también es cierto que frente a los episodios que muestran la alienación y la angustia de la vida en una ciudad deshumanizada, aparece constantemente a lo largo de la historia la oportunidad de salvación a través del amor, que acaba finalmente por triunfar, aunque sea de forma mínima, discreta, en la mayoría de los casos.
Crash, finalmente, destaca por un plantel de actores tan variado como brillante. Algunas interpretaciones –por ejemplo la de Sandra Bullock, que a mí nunca me ha parecido tan mala actriz como suele decirse, aunque sí muy poco exigente en la selección de sus papeles– resultan sorprendentes (por su calidad, me apresuro a precisar) y otras no tanto. Entre estas últimas hay que anotar las de Matt Dillon, que lleva a cabo una interpretación muy competente, la del excelente Terrence Howard, un actor negro al que habrá que seguir la pista, y, sobre todo, la de otro afroamericano, Don Cheadle, intérprete de enorme eficacia y múltiples registros, a quien yo siempre he considerado uno de los mejores intérpretes norteamericanos de su generación, sin distinción de razas. Hotel Rwanda, Ocean’s Eleven, Ocean’s Twelve, la versión de Stephen Frears de la magnífica Fail Safe, Operación Swordfish, Traffic, Misión a Marte, El demonio vestido de azul, Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto…, la lista de sus papeles es tan larga como impresionante.
Y todo ello bajo la sedosa envoltura de la música de un viejo conocido, Mark Isham, a quien hace bastante tiempo que no tenía ocasión de escuchar. No es probablemente la mejor de sus partituras (no acabo de estar muy seguro de que los temas vocales en latín y en farsi sean del todo coherentes con el tono de la película), pero no hay duda de que esas tensas melodías electrónicas, con su toque de extrañeza casi amenazadora, que en algún momento recuerdan al Vangelis de Blade Runner, llevan la marca de fábrica del compositor neoyorquino.
Como ya he dicho, la mayor parte de las reseñas de Crash que he podido leer son bastante elogiosas. Véanse, como muestra, las de MG en Fanzine Digital, Red Stovall en Blogdecine y M. Torreiro en El País. Por supuesto, también las hay menos positivas, como la de Joaquín R. Fernández en La Butaca. Y sobre la banda sonora de Mark Isham, Ricardo Borrero escribe un interesante análisis en Cine & BSO.
Cuak dice
Pues a mí me pareció excelente la película y puede ser una de las sorpresas en los próximos Oscars, aunque lo tendrá difícil.
De momento creo que en la taquilla le irá bien.
Mi crítica: http://www.cuak.com/?p=127
Un saludo