Era la actriz favorita de mi madre y supongo que, a consecuencia de una evidente proyección edípica, también una de mis intérpretes predilectas. Alta, pelirroja, de discreta y sutil hermosura, elegantísima siempre en su vestuario y en sus maneras, con una especie de tímida altivez muy característica y una voz preciosa, fue una intérprete extraordinaria, aunque con bastante mala suerte: nada menos que seis veces la nombraron candidata al Oscar como mejor actriz, pero nunca obtuvo la dorada estatuilla, hasta que en 1994 la Academia de Cine le concedió un Oscar honorífico en reconocimiento a su carrera.
Aunque no fuera una de las estrellas más rutilantes del firmamento hollywoodiense, Deborah Kerr mantuvo una trayectoria cinematográfica muy distinguida y de altísimo nivel. Trabajó con directores tan ilustres como el dúo Michael Powell-Emeric Pressburger, Alexander Korda, Jack Conway, George Cukor, Mervyn LeRoy, Joseph Leo Mankiewicz, Fred Zinnemann, Vincente Minnelli, John Houston, Leo McCarey, Otto Premigner, Delbert Mann, Anatole Litvak, Henry King, Stanley Donen o Elia Kazan. Y si se repasa su filmografía, con títulos como Mayor Barbara, Vida y muerte del coronel Blimp, Separación peligrosa, Narciso negro, Edward, mi hijo, Las minas del Rey Salomón, Quo Vadis, El prisionero de Zenda, Tempestad en Oriente, La esposa soñada, De aquí a la eternidad, La reina virgen, Julio César, Vivir un gran amor, El rey y yo, Los héroes también lloran, Té y simpatía, Sólo Dios lo sabe, Tú y yo, Mesas separadas, Buenos días tristeza, Rojo atardecer, Días sin vida, Tres vidas errantes, Página en blanco, Sombras de sospecha, Suspense (The Innocents), Mujer sin pasado, La noche de la iguana, Divorcio a la americana, Casino Royale, El ojo del diablo, Temerarios del aire, El compromiso, resulta francamente difícil encontrar entre sus más de cincuenta películas un título fallido o una producción de dudosa calidad.
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