En alguna ocasión he puesto de manifiesto en esta bitácora mi fascinación por los barcos y los aviones. Siempre que puedo, me pego una «jartá» de sacar fotos de unos y otros. Lo que pasa es que cada vez puedo menos: hace años, cuando iba de vacaciones con mis padres y hermanos, los puertos comerciales eran lugares caóticos y sucios, pero abiertos al público. Ahora tienen un aire más limpio y civilizado, pero se han convertido en fortalezas inaccesibles, cerradas por verjas y custodiadas por guardias de seguridad con cara de pocos amigos. De los aeropuertos más vale no hablar: si uno se atreve a sacar la cámara para apuntar a un Boeing 747 o a un Airbus A380, corre el riesgo de que lo interroguen, lo cacheen y hasta lo sometan a un tacto rectal.
Como destinatarios de las apetencias del fotógrafo aficionado, los barcos constituyen un objetivo muy agradecido: grandes y, por lo general, lentos, siempre se las ingenian para mostrar su mejor perfil. Los aviones, en cambio, son como moscas cojoneras: pequeños, elusivos e impredecibles, vuelven loco al fotógrafo y continuamente desafían su competencia técnica. El resultado es, al menos en mi caso, totalmente previsible: bastantes fotos de barcos más o menos apañadas y unas cuantas de aviones absolutamente impublicables.
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