Tras asistir a la proyección de La venganza de los Sith, sexta y, por lo que parece, última y definitiva entrega de la saga galáctica de George Lucas, salí del cine con un hondo sentimiento de melancolía del que, en el momento de escribir estas líneas, casi un mes después, todavía no me he recuperado. Yo pertenezco a ese grupo de aficionados a quienes el primer episodio (La guerra de las galaxias, 1977), inoculó de por vida un veneno que hasta entonces sólo habíamos probado en pequeñas dosis. Y he de reconocer que la toxina se demostró ferozmente adictiva, pues desde aquel día (¡hace ya casi veintiocho años!) en que vi por primera vez aquella inolvidable película –todavía me acuerdo, fue en el Olite de Pamplona cuando todavía no se había convertido en el multicine que es hoy, en una sesión vespertina poblada de atestada de críos ruidosos, que enmudecimos nada más oír los primeros compases de las fanfarrias de John Williams– no he dejado de estar pendiente de las noticias sobre nuevos episodios, nuevos personajes, nuevas aventuras.
No es sólo fanatismo de cinéfilo, ni tampoco el efecto de un síndrome de abstinencia que comienza a pasar factura tras una prolongada adicción. En realidad, creo que hay algo mucho más personal en este sentimiento de pérdida y abandono. Hasta hace tres o cuatro semanas, yo podía engañarme a mí mismo con cada nuevo estreno de la factoría Lucas, confiando en que, mientras me emocionara con sus aventuras y las aguardara con ansiedad, podía considerarme joven y en cierta medida inocente. Ahora, cumplida ya de largo la cuarentena y cerrada para siempre la hexalogía, sé que será más difícil encontrar películas que me devuelvan al entusiasmo irreflexivo de la adolescencia, que me arrastren a los cines para contemplarlas con ojos de asombro y maravilla. La sensación de haber cumplido un ciclo, y de que lo que viene tras él será más breve y tal vez no tan feliz, resulta abrumadora.
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