Los pamploneses, y supongo que también los habitantes de otras ciudades de parecidas latitudes, estábamos hasta las narices del larguísimo invierno lluvioso, nevoso y ventoso que hemos padecido hasta hace poco. El hartazgo no era solo un motivo para socorridos chascarrillos y conversaciones de ascensor, ya que a lo largo de toda la geografía foral se han producido diversos fenómenos de cierta gravedad –deslizamientos de laderas y taludes, hundimiento de carreteras, inundaciones, incluso los llamativos y todavía discutidos episodios de hidrosismicidad acontecidos en la Cuenca de Pamplona-, todos ellos reveladores de que los seres humanos, el suelo y hasta la geología más profunda del territorio estaban hartos de lluvias y humedades.
A nadie puede extrañar, por tanto, que ante el primer fin de semana de buen tiempo primaveral («el veranillo de las lilas», creo que lo llaman), Pamplona se haya echado a la calle, haya llenado paseos, parques y terrazas, y se haya desprendido de los refajos y abrigos invernales. Es un gusto comprobar cómo la crisis y sus desgarros no han conseguido acabar con la alegría ciudadana y los paseos vespertinos por la Plaza del Castillo (eso que algunos llaman «el cuarto de estar de los pamploneses»), aunque también cabría señalar, con gesto un tanto cínico, que la costumbre del paseo por la ciudad es uno de los pocos entretenimientos que ni cuesta dinero, ni engorda, ni está mal visto por ninguno de los infinitos grupos y grupúsculos que incansablemente velan por nuestra salud moral.
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