Eso es lo que propone Javier Orrico en La enseñanza destruida, una radical, polémica y apasionada enmienda a la totalidad, un ataque frontal contra los responsables de haber dañado (en su opinión, de forma casi irreparable) el sistema educativo español, de inutilizar para el futuro a un par de generaciones de jóvenes y de sembrar la frustración, el desánimo y la apatía entre sus profesores.
Leer La enseñanza destruida no es una experiencia agradable, sino más bien al contrario. Cualquiera que mantenga el más mínimo compromiso con la vocación docente, sentirá al recorrer sus páginas emociones muy poco confortadoras. Por un lado, angustia, una angustia sólida y pastosa, que se pega al paladar por mucho que uno intente tomar perspectiva ante las polémicas afirmaciones que brotan en cascada a cada párrafo. Por otro, una indignación universal: hacia el autor que se atreve a sacarnos de la modorra, por supuesto hacia los muñidores del desgobierno imperante, contra los que brama Orrico con voz a menudo descompuesta, e incluso hacia nosotros mismos, los docentes, que con demasiada frecuencia mantenemos una esquizofrénica convivencia entre nuestras manifestaciones públicas y nuestras más íntimas convicciones. En último término, lo que se desprende de la lectura de este combativo panfleto (y de eso se trata, de un panfleto, tanto en el mejor como en el peor sentido de la palabra), es una sensación inextinguible de pena, de melancolía y, acaso, también de vergüenza.
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