Las fotografías que se incluyen a continuación fueron tomadas el pasado sábado, en los sotos, parques y jardines que rodean el cinturón amurallado de Pamplona. Pilar y yo teníamos previsto visitar la exposición Occidens, en la Catedral de nuestra ciudad, pero llegamos demasiado tarde para poder ascender a las torres de la fachada y contemplar la inmensa campana María, secreto propósito de este fotógrafo aficionado, quien ya se frotaba las manos al imaginar las hermosas instantáneas que podría tomar desde tan privilegiada atalaya.
Como no era posible ver el campanario, decidimos posponer la visita y, haciendo de la necesidad virtud, recorrer el camino de ronda de las murallas, desde el Fortín de San Bartolomé hasta el Parque de la Taconera. Siempre es un gozoso paseo, porque para todos los que hemos crecido en Pamplona, las fortificaciones que otrora cercaban la ciudad y la convertían en plaza fuerte casi inexpugnable representan mucho más que hitos de la Historia; son, en cambio, escenarios del alma, patio de juegos y correrías, refugio de los amores más tempranos, bálsamo de decepciones, lugares de conversación en las largas tardes del verano…
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