Esa es la impresión que queda después de leer la monumental última novela del escritor norteamericano: que Tom Wolfe ha escrito un libro de lectura apasionante, casi adictiva, con el único fin de apabullar a un enemigo que no merece semejante despliegue. Novecientas páginas para narrar el ascenso, caída y recuperación de una joven estudiante matriculada en una prestigiosa (y ficticia) universidad de la costa este norteamericana se me antojan excesivas para una historia que, a pesar de su intención vigorosamente satírica y de la eficacia de su estilo, resulta para mi gusto excesivamente convencional.
Lo cual no quita para que, como acabo de señalar, se trate de una novela muy entretenida, muy popular en el mejor sentido de la palabra, que se lee a todo meter, a menudo con una sonrisa en los labios. Qué mejor escenario para refocilarse con los tonos y modos habituales de la sátira wolfiana que el de una universidad “pija” yanqui, poblada de una fauna que ya nos hemos encontrado en La hoguera de las vanidades y Todo un hombre: los estudiantes deportistas (sintagma al que hay que atribuir la categoría de oxímoron, a juzgar por el retrato inmisericorde que de este grupo realiza el libro), los miembros de las hermandades estudiantiles, verdaderos cretinos cuando no canallas repugnantes, los intelectuales seudoprogresistas, que comprenden todas las variantes y los tics extraídos del catálogo de la corrección política, los abogados mendaces y manipuladores al servicio de las grandes corporaciones y de los políticos corruptos de turno, y, sobre todo, el variado universo juvenil que puebla la novela, practicante de un obsceno dialecto del inglés contemporáneo (el “putañés”, según Wolfe) y obsesionado con el sexo, con las demostraciones de masculinidad (en el caso de los chicos) o de sex-appeal (en el de las chicas) y con la idea de que ante todo y sobre todo, es preciso ser “guay”.
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