El pasado día 20 de septiembre asistí en Pamplona a una conferencia-coloquio, organizada por el Ateneo Navarro, sobre la comedia en el cine. Acabado el turno de los ponentes, el moderador les preguntó si consideraban que existía una protección excesiva de los críticos al cine que se hace en nuestro país. Al principio, las respuestas fueron cautelosas, pero en cuanto entraron en calor, los tres invitados se soltaron el pelo, con juicios bastante demoledores no sólo sobre la salud del actual cine español, sino sobre esa especie de prurito que afecta a muchos críticos, al parecer convencidos de que poner por escrito lo que piensan en su fuero interno es un comportamiento poco menos que indeseable.
Se citaron casos flagrantes –alguna de las películas presentadas en el Festival de Cine de San Sebastián, por ejemplo, de la que todo el mundo echaba pestes, aunque al día siguiente tales juicios no aparecieran en los medios de comunicación por ningún lado– y se sacó a colación algún otro tema polémico, como es el de las subvenciones públicas al cine español. Uno de los tertulianos, Eduardo Torres-Dulce, defendió la política de intervención pública sobre la industria con argumentos que yo mismo he utilizado en más de una ocasión (véase, por ejemplo, mi reseña de Semen). Otro de los ponentes, cuyo nombre ahora mismo no recuerdo, aportó datos muy precisos sobre la escuálida proporción de los ingresos de taquilla que recauda el cine español, ferozmente acosado por las películas norteamericanas, y acabó manifestando su esperanza de la que las cifras del inminente estreno de Torrente 3 maquillaran, al menos provisionalmente, el desastre económico que el año 2005 va a suponer para nuestro cine.
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