Hace poco nos contaba Antonio Solano que tiene intención de ir escribiendo una serie de artículos sobre sus lecturas de hace quince años. La idea es muy sugestiva, aunque todavía lo sería más si se le aplicara una especie de retruécano, consistente en escribir no sobre las lecturas de hace quince años, sino acerca de las que hicimos cuando teníamos esa edad. Asumo que, en mi caso (y supongo que en el de la mayoría), los obstáculos son innumerables, no sólo porque apenas puedo precisar la mayoría de los títulos de aquel entonces o la fecha aproximada en que los leí, sino porque entre ellos hay bastantes –por ejemplo las novelas de Sven Hassel, publicadas en la colección Reno de Plaza y Janés, que mi hermano José Ángel y yo devorábamos durante las vacaciones familiares en Laredo- sobre los cuales me da vergüenza escribir.
Hay libros, sin embargo, que nunca se olvidan, y cuya grandeza le redime a uno de los pecadillos de adolescencia (seguramente el de Hassel no es el más grave en el ámbito literario) que hubiera podido cometer. Uno de esos monumentos literarios es la celebérrima novela Un día en la vida de Iván Denísovich, del no menos célebre escritor ruso Alexandr Solzhenitsyn, fallecido hace algo más de seis meses. La primera vez que la leí, a los quince o dieciséis años, me causó una impresión abrumadora, hasta el punto de que le pedí al profesor de Lengua y Literatura que me la había prestado (el padre Guergué, un sacerdote escolapio, desde hace años misionero en Brasil; un abrazo muy cordial para ti, Jesús, si lees estas líneas) más obras del mismo autor. Su propuesta fue Archipiélago Gulag, obra monumental y de un valor histórico indiscutible, pero que se me indigestó desde el comienzo y no pude terminar. Visto el caso desde la perspectiva que dan los años y otras lecturas de semejante calibre –todavía tengo fresco el recuerdo de Vida y destino, de Vasili Grossman, que reseñé en este mismo blog- está claro que el Gulag de Solzhenitsyn era un plato inadecuado para mi jovencísimo paladar.
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