El pasado jueves ironizaba sobre mi transitoria fascinación por las exquisiteces orientales. Hoy tengo que añadir a la lista de japoneserías y coreanidades que elaboré entonces una deliciosa y romántica chinoiserie. Me refiero, claro está, a El velo pintado, la película de John Curran que se estrenó en nuestras pantallas el pasado viernes, a cuya proyección acudí urgido por un argumento incontestable: «con el frío y el aire que hace, yo solo me muevo de casa para ver El velo pintado«, me dijo Pilar.
Conste que aunque hubiera hecho una noche primaveral también me hubiera convencido su retórica, porque, aunque no tanto como a ella, también a mí me gustan las películas de amor y lujo (aclaro, para quienes no la hayan visto, que en El velo pintado hay menos lujo que amor). No es que las pretenda como un plato diario, pero de vez en cuando me agrada ver una comedia o un drama de ambientación victoriana o eduardiana, de esos que los directores de la época dorada de Hollywood sabían hacer con los ojos cerrados, y cuya práctica todavía no se ha olvidado en cinematografías como la inglesa o la francesa.
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