Últimamente voy de extremo-oriental por la vida. Veo películas americanas habladas en japonés, leo novelas de Haruki Murakami (terminé Tokio Blues hace poco, y ahora mismo estoy disfrutando de Kafka en la orilla) y hasta me atrevo con filmes como el que vi el pasado lunes, The host (cuyo título original es Gwoemul, ‘monstruo’ en coreano), del director surcoreano Joon-ho Bong.
Para ser una película de monstruos, es bastante original, y sanamente rompedora de las asentadas convenciones del género: el bicho, una especie mutante, híbrida de pez y anfibio, y capaz de ciertas acrobacias de simio, se muestra en su primera aparición a plena luz del día, sin las cautelas y las timideces que consagraron clásicos como Tiburón o Alien; los encargados de liquidarlo son gente común y corriente, sin ninguna habilidad especial para la lucha contra lo monstruoso, y prácticamente no existe ninguna concesión a la exhibición de artefactos destructivos o a la glorificación de la eficacia militar. Tampoco es un film que se deleite en lo sangriento, aunque sí en lo repugnante: a falta de sangre, muy escasamente vertida, hay varias secuencias particularmente repulsivas, de un realismo y una falta de pudor insólitos en el cine occidental.
Además, The host contiene dosis muy elevadas de esa sana mala leche que tanto atractivo añade a los filmes fantásticos, sobre todo a aquellos que de un modo u otro se salen de los circuitos comerciales habituales. Y los palos le caen a casi todo el mundo: a los militares norteamericanos, responsables indirectos de la mutación teratógena, por su arrogancia e insensibilidad; a los políticos que engañan a la población civil con falsas noticias sobre el monstruo y los virus que transmite; a los científicos, presentados poco menos que como unos inútiles que dan palos de ciego y sólo tienen interés en tomar muestras de los presuntos afectados, mejor cuanto más dolorosas, o en hacer experimentos con sustancias peligrosas de dudosa eficacia.
Hasta el propio género sufre un varapalo rotundo, a través del continuo cuestionamiento de sus convenciones. Ya me he referido a algunos ejemplos de esta práctica, pero no viene mal profundizar en ellos. Por ejemplo, en el de la condición de los principales personajes de la película, miembros de una familia disfuncional y anómala que compendia toda una antología de las limitaciones humanas: el padre, desclasado y mediocre; el hijo y protagonista del film, casi un retrasado mental; el otro hijo, un alcohólico sin trabajo; la hija, una deportista fracasada. Sólo el personaje de la niña Park Hyun-seo, la más pequeña de la familia, cumple las expectativas del público respecto a la configuración del héroe que lucha contra el monstruo, porque en ella se reúnen las cualidades que faltan al resto de los personajes: coraje, inteligencia, intregridad y capacidad de sacrificio.
El que tales personajes consigan acabar con la bestia tras varios intentos, y mediante armas improvisadas, manejadas con escasa habilidad, añade a la historia una fuente de humor sarcástico poco común. Son armas como los cócteles molotov que arroja uno de los personajes (experimentado en la lucha política contra la dictadura surcoreana, un detalle que no es precisamente casual), o el líquido inflamable que vierte sobre las fauces de la bestia un mendigo que acaba de aparecer en escena, o la barra de hierro de una señal de tráfico, arrancada de su soporte por el protagonista… Es el triunfo de lo cotidiano, de lo vulgar y hasta lo cutre, elevado a símbolo de la lucha contra el Mal.
Desde el punto de vista narrativo, The host es una película curiosa y, por momentos, desconcertante. Frente a otras películas de terror, o de monstruos, que optan por mantener una puesta en escena muy homogénea, el film resulta un híbrido de planteamientos estilísticos: a veces comparte la estética siniestra y oscura que suele asociarse con el género, pero en otras opta por imágenes luminosas, o por un cromatismo apagado, neutro, de deliberado prosaísmo. Llama la atención un componente ambiental que no es del todo original (lo vimos hace poco en Dark Water), pero sí muy efectivo y plenamente coherente con un argumento en el que el monstruo sale del río Han, caza en sus orillas y se refugia en las alcantarillas próximas. Me refiero a la presencia del agua, que forma parte insustituible de la historia a través de sus diversas manifestaciones: la lluvia incesante y grisácea, las aguas fangosas del río, los charcos, el légamo y los goterones de las cloacas.
Por otra parte, hay ocasiones, la mayoría de ellas en el tramo central de la película, en que el espectador no sabe a qué género pertenece el relato, pues éste adquiere el tono de una comedia grotesca o incluso de un relato picaresco, cuyas claves tal vez conozca la audiencia coreana, pero difícilmente el público occidental. Junto a escenas de gran vigor, muy dinámicas (la huida de la multitud ante el primer ataque del monstruo, por ejemplo, rodada en campo abierto y con todo lujo de detalles), hay otras que parecen haber sido planificadas por un equipo de aficionados, escaso de medios y de inspiración. Incluso la música se antoja en más de una ocasión extrañamente inapropiada: los fondos sonoros de ciertas secuencias recuerdan más a una película de Fellini que a los que serían esperables en una historia de bestias mutantes.
Uno no sabe si enfadarse por estas discontinuidades o aceptarlas como el peaje que hay que pagar a la idiosincrasia de un cine de indudable expresividad, que no tiene ningún reparo en mostrar las vergüenzas de la sociedad a la que pertenece (y sus vergüenzas, por cierto, no son demasiado diferentes a las nuestras) con desfachatez, más que con franqueza. Claro que este argumento hay que manejarlo cum grano salis: también Santiago Segura apela en la serie de Torrente a la cara dura como valor supremo, y ya hemos visto a qué extremos lamentables se puede llegar por ese camino.
[…] El pasado jueves ironizaba sobre mi transitoria fascinación por las exquisiteces orientales. Hoy tengo que añadir a la lista de japoneserías y coreanidades que elaboré entonces una deliciosa y romántica chinoiserie. Me refiero, claro está, a El velo pintado, la película de John Curran que se estrenó en nuestras pantallas el pasado viernes, a cuya proyección acudí urgido por un argumento incontestable: “con el frío y el aire que hace, yo sólo me muevo de casa para ver El velo pintado“, me dijo Pilar. […]