La ingeniería genética constituye un tema muy frecuente en la narrativa anglosajona de los últimos años, como puede observarse a la luz de unos cuantos títulos de reciente aparición: Michael Crichton, Parque Jurásico (1991) y su continuación, El mundo perdido (1995); Douglas Preston y Lincoln Child, El ídolo perdido (1996), El relicario (1998, continuación de la novela anterior), Nivel 5 (1997); Amitav Ghosh, El cromosoma Calcuta (1997); Michael Marshall Smith, Clones (1997); John Case, Código Génesis (1999) y El primer jinete del Apocalipsis (2001); y Greg Bear, La radio de Darwin (2001) (todas las fechas de publicación corresponden a las ediciones en castellano).
Por su actualidad y sus múltiples implicaciones tecnológicas, morales y hasta existenciales, el tema de la investigación genética no podía ser ajeno al ámbito de lo que los anglosajones llaman el mainstream o corriente principal de la literatura (El cromosoma Calcuta). Sin embargo, la mayoría de las novelas que he citado pertenecen más bien a otros territorios más específicos, como la narrativa de ciencia ficción (Clones) y de terror (El ídolo perdido, El relicario), el techno-thriller, es decir, el relato de intriga y suspense de base tecnológica (Nivel 5 y Operación Cobra), y el best seller más o menos convencional (Parque Jurásico, El mundo perdido). Todos estos relatos contemplan las tecnologías de manipulación genética con una mirada de preocupación, cuando no de alarma. A través de muy diferentes recreaciones del mito de Prometeo, o de su más moderna versión —la de Frankenstein— transmiten una nítida advertencia de que existen hombres, instituciones y estados embarcados en la imitación imprudente de la fuerza proteica —y a menudo rebelde y devastadora— de la naturaleza.
Ahora bien, la actitud de la mayor parte de los autores que he citado es con frecuencia poco definida o ambigua, más bien renuente a conducir hasta sus últimas consecuencias ideológicas sus propios planteamientos narrativos. Para el Crichton de Parque Jurásico y El mundo perdido o los Preston y Child de El ídolo perdido y El relicario, los peligros derivados de la manipulación del ADN constituyen una oportunidad para enmarcar un espectáculo novelístico —y también cinematográfico— brillante, a veces arrebatador. Michael Marshall Smith, por su parte, propone en Clones una parábola futurista de una negrura tan deshumanizada y atroz que apenas resulta imaginable. Case y Richard Preston, por último, ubican sus ficciones en situaciones más realistas y verosímiles, aun cuando el primero se aleja de la especulación científica para lanzar una severa mirada sobre el fenómeno de los grupos religiosos integristas (lo cual no excluye un happy end bastante previsible y hasta ridículo, con la insinuación de un milagro), mientras que el segundo subordina la más que notable virtualidad crítica de su novela a los moldes estructurales y a los tópicos temáticos del thriller de acción.
En efecto, Operación Cobra debe leerse en primer lugar como una muestra muy representativa del moderno thriller de base científica, ambientado en un marco geográfico, social y cultural perfectamente reconocible para el lector medianamente culto —la Nueva York contemporánea—, a quien se le ofrece un espectáculo de lectura absorbente, sobre los esquemas estructurales típicos de este género: montaje paralelo, diversidad de escenarios, personajes lineales y más bien estereotipados, potente fundamentación científica y tecnológica, narración funcional de ritmo creciente, calculadas dosis de efusión sangrienta (esta novela se distingue por algunas secuencias de especial crudeza, que el lector tendería a considerar inverosímiles si no fuera porque tienen un fundamento empírico incontrovertible), y, por último, un final relativamente feliz y cerrado, que no obstante consiente una posibilidad de apertura, susceptible de ser aprovechado como punto de enganche para posibles continuaciones.
No sería justo exigirle a la novela otros méritos ajenos a las características propias del género al que pertenece. Ahora bien, incluso para el consumidor habitual del thriller —yo lo soy, no me avergüenzo de reconocerlo— hay ciertos aspectos que son poco aceptables. En primer lugar, cierto desaliño estilístico (que tal vez podría ser imputable a la traductora, en estos casos nunca se sabe). En segundo lugar, el hecho de que el autor ha dibujado unos personajes no ya planos, sino incluso borrosos, cuyos rasgos apenas van más allá de su mera función actancial; a este respecto debo señalar que la insinuación de una posible relación amorosa entre los dos personajes principales es tan leve y tiene tan poco interés que uno se pregunta por qué el autor la incluye. Por último, la debilidad estructural de la novela, que en mi opinión no acaba de integrar de forma satisfactoria la parte documental y la ficción (en este aspecto Michael Crichton me parece muy superior a Richard Preston), y cuyo desenlace resulta apresurado e inconcreto, como si el novelista hubiera querido quitárselo de encima para evitar una posible reflexión crítica del lector.
En cualquier caso, he de admitir que el argumento de la novela —el relato de los esfuerzos de médicos y agentes de la policía neoyorkina y del F.B.I. para descubrir y detener a un ingeniero genético responsable de haber creado un virus sumamente contagioso y de efectos tan letales como horrendos— es apasionante, con páginas de gran vigor narrativo. El lector puede perfectamente prescindir de consideraciones artísticas para sumergirse en un frenético seguimiento de los avatares de esa investigación, la cual nos conduce a escenarios que suscitan un fuerte impacto emocional: remotos atolones polinesios, donde el ejército americano probó sus armas biológicas a finales de los años sesenta, siniestras instalaciones iraquíes, rusas y norteamericanas, dedicadas a la llamada «biología negra», oscuros túneles y galerías abandonadas del metro neoyorkino, donde el responsable de la propagación vírica abre su maléfica caja de Pandora. Si no conociera la obra de Douglas Preston y Lincoln Child, yo hubiera asegurado que este paisaje subterráneo rendía homenaje a la obra de H.P. Lovecraft. Sin embargo, y habida cuenta del parentesco entre los dos Preston —son hermanos—, me parece más oportuno creer que Richard ha aprovechado los conocimientos adquiridos por Douglas sobre el ferrocarril metropolitano de Nueva York, entre cuyos túneles transcurren algunos de los episodios más terroríficos de El ídolo perdido y El relicario.
Al principio de la reseña he señalado las debilidades ideológicas de la moderna novela de intriga y acción anglosajona, generalmente incapaz de formular un mensaje convincente que supere los estereotipos y las expectativas del mercado literario de consumo masivo. Sin embargo, el libro de Richard Preston es más sincero y honesto en este aspecto que otros. Conforme avanza la trama, la denuncia de los intereses de lo que Eisenhower llamaba «el complejo industrial-militar» se hace más que evidente. En este sentido, hay que poner de relieve el hecho de que «los malos» no sean, como ocurre tan a menudo en otros thrillers —los de Tom Clancy, por ejemplo—, extranjeros (rusos, árabes, orientales…), o rebeldes contra el orden social, sino empresas norteamericanas de tecnología punta embarcadas en lucrativas operaciones ajenas a cualquier consideración ética, capaces de producir no sólo armas de destrucción masiva, sino también empleados enfermos de odio y megalomanía. Es cierto que los héroes también tienen un perfil clara e indudablemente norteamericano, y que entre ellos están los inevitables militares y agentes federales, tan competentes, expertos y arrojados como los del ya citado Clancy. No hay que olvidar, sin embargo, que la protagonista es una doctora de los servicios de la sanidad pública, a cuyos miembros está dedicada la novela. Tan sincero parece el elogio a la sacrificada labor de estos profesionales como la advertencia sobre el monstruo que tal vez se esté incubando en los cuartos traseros de las mismas empresas biotecnológicas que una y otra vez nos deslumbran con sus cotidianos descubrimientos.
Richard Preston, Operación Cobra, Barcelona, Círculo de Lectores, 2000, 410 páginas. Traducción de Elvira Saiz.
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