La serie del superhéroe disfrazado de ratón ciego (pues éste es el significado del étimo de «murciélago») acaba de completarse en nuestras pantallas con su última entrega, Batman begins, un episodio retrospectivo (una precuela, si cedemos al barbarismo) que explica con gran detalle los atormentados antecedentes de la infancia y juventud del enmascarado volador: los cómos y los porqués de su disfraz, de su doble identidad, de su afán justiciero y su aversión al crimen, del origen de su fortuna y de los fascinantes artefactos que maneja.
He empezado escribiendo sobre ratones, pero también podría escribir sobre toros, máxime en estas fechas de tensión presanferminera, en las que las salas de cine pamplonesas manifiestan una preocupante atonía que precede a la masiva deserción de los espectadores durante las fiestas (¡con lo bien que viene el aire acondicionado en días de bochorno sahariano como los que venimos padeciendo!). Y digo lo de los toros porque Batman begins, desafiando la castiza certidumbre del refranero, no hace honor a la sabia máxima taurina de que «no hay quinto malo».
No me atrevería a afirmar que la película de Christopher Nolan sea rotundamente mala. Al menos, no es peor que sus antecedentes, ninguno de los cuales es santo de mi devoción. Dicho lo cual, y admitiendo que es muy probable que mis opiniones partan de un prejuicio insostenible contra esa plaga creciente de adaptaciones cinematográficas de cómics, que el cine norteamericano viene sufriendo en los últimos años, me parece conveniente señalar que este quinto episodio no añade ningún elemento de interés a una serie moribunda: ni el larguísimo prólogo que narra la infancia y juventud del protagonista, ni el catálogo de supervillanos tan característicos de las películas de superhéroes, ni la interpretación de Christian Bale, tan rígido como casi todos sus antecesores, y no sólo por el acolchado del traje, ni la chica-guapa-y-excelente-profesional (Katie Holmes, bastante insulsa, sin nada del carácter que cabría suponer a una ayudante de fiscal empeñada en una lucha sin cuartel contra el crimen organizado), con la que el protagonista mantiene un amor siempre conflictivo y frustrante, aportan elementos significativos a la configuración de una serie que, a juzgar por esta última entrega, ya no tiene gran cosa que ofrecer al respetable.
Batman begins sólo puede mantenerse en el recuerdo de los aficionados gracias a su excelente galería de secundarios, una plantilla por la que cualquier director hubiera sido vendido su alma al diablo: nada menos que Michael Caine en el papel de Alfred, el fiel mayordomo de Bruce Wayne; Morgan Freeman, que aquí encarna al escéptico ingeniero Lucius Fox, proveedor de la panoplia de equipamiento high-tech que luce Batman; Liam Neeson, en un papel de mentor y maestro de artes marciales que inevitablemente recuerda al Qui-Gon Jinn de La amenaza fantasma; Gary Oldman, a cargo del habitual agente de policía en quien el superhéroe deposita su confianza; un brillante Tom Wilkinson, en tareas de mafioso brutal, despiadado e inteligente; y, para rematar la faena, Rutger Hauer, como tiburón de las finanzas que siega la hierba bajo los pies de Wayne y recibe finalmente una dosis de su propia medicina.
A todos (tal vez con la excepción de Neeson, demasiado empaquetado), se les nota una cierta retranca o distanciamiento en la interpretación, como si pretendieran sugerir con tal actitud que encarnan a unos personajes de cómic a los que, al fin y al cabo, no hay por qué tomarse demasiado en serio. Y justamente aquí reside el peor defecto de la película: que en su afán por alejarse de los esquemas habituales del cómic y adoptar un aire de «respetabilidad», cae en un planteamiento solemne y pretencioso, para mi gusto totalmente insoportable. Toda la cháchara y la palabrería seudofilosófica y orientalizante del prólogo, con su mezcla de tópicos freudianos, artes marciales ninjas y educación al estilo kungfu (en las conversaciones entre Bale y Neeson yo creía ver de nuevo a David Carradine haciendo de «pequeño saltamontes» junto a su maestro ciego) sólo puede mover a risa, cuando no a dejarse seducir por la tentación de una de esas siestecillas reparadoras que son el mejor remedio contra el marasmo de estos primeros ardores veraniegos. Combínese todo ello con la estética habitual de la serie, que a través de la oscuridad intenta ofrecer una metáfora de los retorcimientos psicológicos del protagonista, pero que acaba por convertirse en un efectismo reiterativo y vacío. Añádase también una trama confusa, a base de una secta milenaria de vocación apocalíptica, dedicada a implantar su particular modelo de justicia expeditiva mediante sustancias psicotrópicas que difunde en la red de aguas de Gotham-New York gracias a una máquina de una inverosimilitud aplastante. Mézclese, agitadamente, durante ciento treinta y cuatro minutos que se hacen eternos. Et voilà! El resultado, un cóctel tan refrescante y digestivo como el proverbial bocadillo de polvorones.
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