Con independencia de lo que cada espectador pueda opinar con respecto a la calidad artística de Origen creo que existe una coincidencia muy significativa sobre la atracción que ejerce el film a lo largo de la práctica totalidad de su metraje. Será difícil encontrar a un aficionado de entre los que consideran que tras la complejísima trama de la película y tras sus pasmosas imágenes no hay más que una cáscara hueca (un ejemplo muy llamativo de este punto de vista lo tenemos en la crítica de Juan Manuel de Prada) que no admita al mismo tiempo que durante el tiempo de proyección resulta casi imposible resistirse a la fascinación que ejercen la historia, sus imágenes y la mayoría de sus personajes. Si mi testimonio vale de algo, puedo decir que, desde su estreno el pasado 6 de septiembre, he visto tres veces la película, cada una en distintos cines y en diferentes circunstancias, y que no sólo no he salido decepcionado de ninguna de sus proyecciones, sino cada vez más entusiasmado y feliz.
La intensa controversia que está acompañando a la última película del director británico Christopher Nolan –que comenzó bastante antes de su estreno, impulsada por la rumorología y el secretismo que acompañaron al desarrollo del proyecto- no se hubiera producido, desde luego, si Origen fuera un largometraje del montón o si permitiera al público permanecer indiferente ante las asombrosas y muy exigentes cartas de presentación que Nolan le entrega. Porque, digámoslo ya, Origen es una de las producciones cinematográficos más sorprendentes, espectaculares y sugestivas de los últimos años, una película de una factura técnica soberbia, y, lo que ya es menos habitual, una obra que exige de los espectadores un grado de atención y entrega del todo insólito en el cine comercial de elevado presupuesto.
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