Una película tan interesante como poco convencional, esta reciente producción argentina, El aura, escrita y dirigida por Fabián Bielinsky, cuyo talento ya tuvimos ocasión de admirar hace cinco años en la sorprendente Nueve reinas. Una película seca, adusta, áspera y silenciosa, en la que los personajes apenas hablan (yo no sé si he visto en los últimos años un filme con tantos y tan prolongados silencios) y cuando sonríen sólo lo hacen a medias, con una mueca sarcástica.
El comienzo del argumento no es difícil de resumir: un taxidermista cuya vida gris y rutinaria sólo es interrumpida por ataques epilépticos (el “aura” define las sensaciones que experimenta antes de un ataque) y por su afición a planear imaginarios atracos perfectos, decide acompañar a un amigo a una expedición de caza, que tiene como escenario los remotos bosques de la Patagonia. Un incidente fortuito durante una cacería permitirá al anónimo protagonista (sólo conocemos su nombre por los títulos de crédito) entrar en conocimiento de un elaborado plan para atracar el furgón blindado que transporta la recaudación de un casino de lujo.
Este breve resumen ya nos da algunas pistas sobre la tornadiza entidad de la película, que comienza como un relato de orientación psicológica e intimista, deliberadamente anodino, y con las inevitables notas costumbristas del cine argentino de los últimos años (la crisis económica y los apuros de los personajes como un elemento sustancial del paisaje humano), pero enseguida deriva en una historia de intriga, en un thriller ingenioso y absorbente, que aunque incorpora muchos de los tópicos del género –la violencia descarnada, los criminales encallecidos, los giros imprevisibles de la trama–, destaca al mismo tiempo por su originalidad y su capacidad de convicción.
Capacidad de convicción que debe mucho, en primer lugar, a la espléndida configuración de los personajes. Desmintiendo los tópicos sobre la garrulería de los argentinos, la mayoría de los caracteres que forman parte de la historia que cuenta El aura son tan parcos en palabras como eficaces en sus gestos y actitudes. En especial el cuasi anónimo personaje que interpreta Ricardo Darín: un tipo seco, hosco, reconcentrado en sí mismo e infeliz, que atisba durante su estancia en la cabaña de caza una oportunidad para salir de la grisura que domina su vida y experimentar en la realidad los minuciosos planes que ha urdido en su imaginación. Los demás personajes –el amigo cazador, los cómplices en el atraco al furgón, la esposa y el cuñado del propietario de la cabaña, el “infiltrado” en el casino– son también figuras de una gran solidez y fuerza expresiva. A este respecto, hay dos personajes en la película, los gangsters Sosa y Montero –rostros de pedernal, palabras sinuosas, gestos escuetos y directos, miradas cargadas de furia–, que tienen una contundencia y vigor poco común, una consistencia amenazante que traspasa la pantalla y se queda adherida al recuerdo.
Lo mismo ocurre con la magistral interpretación de Ricardo Darín, en un papel de hombre desaliñado, triste y oscuro, aparentemente muy poco agradecido, y sin embargo inolvidable. El actor argentino hace una verdadera exhibición de aptitudes actorales –tono y matices de la voz, mirada, gestos, posición del cuerpo–, y da verosimilitud a su personaje de hombre corriente, rutinario y pacífico, capaz sin embargo de embarcarse en un proyecto lleno de riesgos e incertidumbres. Es cierto que la labor del actor se ve muy favorecida por un guión sólido y certero, lleno de matices y detalles de gran expresividad –un solo ejemplo: la película da a entender que el taxidermista se siente muy atraído por Diana, la esposa del dueño de las cabañas de cazadores, con un único gesto, el de la mano del hombre, que hace un amago de tocar el antebrazo de la mujer– pero a Ricardo Darín le cabe el mérito innegable de haber sabido expresar ese guión mediante una interpretación intensa, contenida y a la vez doliente, al borde de un patetismo que nunca llega a mostrarse de forma evidente.
La parquedad de palabras, la hosquedad y timidez del personaje no son en modo alguno la cáscara de un hombre vacío. Por el contrario, esconden bajo su apariencia otro yo oculto, difícil de expresar, que Bielinsky comunica con procedimientos muy interesantes. Algunos son habituales en el cine contemporáneo; por ejemplo, los insertos que dirigen la atención del espectador a objetos que revelan la intimidad del personaje (la carta de abandono de su mujer, los ojos de los animales que diseca, el fusil que el protagonista observa en un instante de infinita tristeza); o las escenas que transcurren sólo en la mente del protagonista, como los atracos que planifica con su prodigiosa capacidad de atención a los detalles; o los movimientos subjetivos de la cámara (para mi gusto lo más artificioso y cuestionable de la película), que anticipan sus ataques de epilepsia.
Sin embargo, hay un procedimiento que, si no he entendido mal la historia, resulta tan insólito como atractivo. Me refiero a la inquietante presencia de un personaje no humano: el perro de Dietrich (el dueño de las cabañas), que “adopta” al taxidermista tras la muerte de su amo. En la figura de ese perrazo negro, mezcla de husky y pastor alemán, con ojos de distinto color (qué imagen tan fascinante la del ojo derecho del perro, de un gélido tono azul hielo, con la que termina la película), hay una intensa resonancia simbólica, algo así como la expresión del lado salvaje y violento del protagonista, impasible en apariencia pero capaz de instantes de feroz determinación. Es una pena que no exista entre los Oscar un premio para la mejor interpretación animal, porque no hay duda de que el perro de El aura debería llevárselo a su caseta.
El aura destaca además por una rigurosa construcción del guión, sujeto a la marcación inexorable del tiempo, repleto de interesantísimas simetrías entre personajes y entre situaciones (que darían para tres o cuatro reseñas como ésta), y dominado por el efecto final de un desenlace deliberadamente ambiguo, que en mi opinión es mucho más valioso que el efectismo sorprendente de Nueve reinas. Si a la película de 2000 se le podía reprochar cierto «romanticismo» en la mostración del submundo del hampa, inspirado, claro está, por la estilización irónica de El golpe, aquí Bielinsky opta por un tratamiento realista de la representación de la delincuencia (pocas veces el cine ha mostrado una agonía tan atroz como la de Vega, uno de los miembros de la banda de atracadores) que no sólo es más creíble, sino también mucho más eficaz. Sumemos a estos méritos el acierto en la pintura de los escenarios, que combina los tonos grisáceos y fríos de los bosques y los páramos de la Patagonia con ambientes suburbanos de terrible sordidez, y podremos entender el porqué del valor singular de la película. No es una obra maestra, desde luego (a veces los silencios se hacen muy pesados, y tal vez su duración se antoje un poco excesiva, al igual que la casi ubicua presencia de Ricardo Darín en pantalla), pero tampoco un thriller del montón, uno de esos productos de serie creados en un molde. Es la obra de un cineasta de genio, original y vigoroso, una historia potente, sólida, con ese toque fantastique, inquietante y extraño, que la hace tan poco común y, en última instancia, tan atractiva.
El espectador interesado puede consultar aquí otras reseñas de la película, a cargo de Leandro Marques, en La Butaca, de Diego Batlle, en Fotograma.com, de Bronte en Digerido Por y las reacciones de los espectadores en FilmAffinity.
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