Todas las películas de Juan José Campanella que he tenido ocasión de ver a lo largo de los años –El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia, Luna de Avellaneda– me han gustado mucho. El secreto de sus ojos, a cuya proyección asistí hace unos días, no es ninguna excepción, y de hecho me atrevo a considerarlo como el más acabado y redondo de los largometrajes del director argentino y el que habrá de dejar en la memoria de los espectadores una huella más perdurable. Tiene el aroma y la textura de los clásicos, gracias a una sabiamente medida combinación de temas universales –la pasión amorosa a duras penas contenida, la amistad que sobrevive a las dificultades y las flaquezas cotidianas, un odio tan profundo y denso como la propia vida, el eco de terribles sucesos históricos marcados por la violencia y la injusticia-, a su excelente plantel de actores y a una realización muy poderosa, de gran riqueza formal, extraordinariamente expresiva en algunas de sus mejores secuencias.
Aunque la historia transcurre por derroteros bien conocidos por cualquier aficionado al cine contemporáneo –la trama, con evidentes tonos de thriller, se desarrolla en torno a la obsesión de Benjamín Espósito, oficial de un juzgado bonaerense, por el caso de la violación y asesinato de una joven maestra, crimen sobre el que no deja de hacer averiguaciones a lo largo de una carrera de más de veinticinco años-, Campanella sabe presentarla al espectador desde una perspectiva que tiene el indiscutible encanto de lo contado con verdad y convicción. En este sentido, hay una frase del guión, puesta en boca de un compañero de Espósito, el inefable Sandoval –si no la recuerdo mal, algo así como “uno puede cambiar de aspecto, de vida, de religión, hasta de Dios, pero no puede cambiar de pasión”-, que resulta esencial para entender la película, no sólo porque proporciona a los protagonistas una pista para la resolución del crimen, sino también porque ofrece la clave que a mi modo de ver mejor explica la fascinación que ejerce esta película sobre los espectadores: que está contada con pasión, que propone una verdad acaso no del todo coincidente con los acontecimientos reales y los hechos constatados en las resoluciones judiciales, pero desde luego muy convincente desde el punto de vista de las emociones y los sentimientos.
Otros aspectos de la película, como la mezcla de los motivos típicos del thriller judicial o policíaco con la escondida e intensa pasión amorosa del protagonista hacia la jueza Irene Menéndez Hastings, o la alternancia entre dos tiempos narrativos –el presente desde el que se cuenta la historia, con el personaje de Benjamín Espósito, ya jubilado, que se propone escribir la novela sobre los hechos que le obsesionaron tiempo atrás, y el pasado en que transcurrieron esos mismos hechos, un cuarto de siglo antes- también resultarán fáciles de reconocer para cualquier aficionado al séptimo arte. Sin embargo, algo hay en el planteamiento narrativo de Campanella que proporciona a esos elementos, y a la película en su conjunto, una factura tan rotunda y satisfactoria. Tal vez sea la sutileza con que muestra la atracción mutua entre los dos protagonistas y la melancolía que se desprende de la timidez y el pudor del protagonista masculino –qué hermosa lección sobre los afectos devorados por el paso del tiempo se encierra en un solo adjetivo (“pánfilo”), como el que la jueza dedica al oficial del juzgado-, acaso el equilibrio que preside la alternancia de las dos líneas temporales, o la manera tan delicada y eficaz con que la realidad histórica argentina de los años de la dictadura militar se superpone y completa las demás líneas temáticas del guión.
La reticencia, la insinuación, lo no dicho pero intuido o sentido, es un rasgo fundamental de una película que, sin olvidarse de algunos de los rasgos característicos del cine de Campanella –los diálogos vivaces, el humor costumbrista de raíces porteñas y pinceladas picarescas, cierta complacencia en lo sentimental-, los reviste de una gravedad muy singular. Lo he leído en más de una crítica (véase, por ejemplo, la de Miguel A. Delgado en La Butaca), y estoy completamente de acuerdo: lo que en otros filmes del director argentino podía considerarse tendencia a la palabrería y a la dispersión, en El secreto de sus ojos, y ello condice muy oportunamente con el título, se ha convertido en silencios expresivos, en gestos y miradas tras los que se encierran emociones de enorme intensidad, a las que ningún espectador puede permanecer indiferente.
Tal vez sea por los antecedentes literarios –por cierto, el pasado sábado compré la novela de Eduardo Sacheri, editada por Alfaguara con el mismo título del largometraje; aunque todavía no he hecho otra cosa que hojearla, tiene una pinta estupenda- pero la película de Campanella alberga otro ingrediente que no recuerdo en filmes anteriores de este director, y que le proporciona una resonancia de particular hondura. Me refiero al hecho de que la historia, al mismo tiempo que muestra los sentimientos de los personajes y los conflictos de la sociedad argentina contemporánea, constituye una reflexión muy sugestiva sobre cómo el proceso de la creación literaria ayuda a la comprensión de la realidad. En efecto, el proyecto de novela que aborda Espósito tras su jubilación, es decir, el relato del caso de la esposa de Ricardo Morales, brutalmente violada y asesinada, constituye no sólo el vehículo para explorar los enigmas del crimen, sino también el medio por el que el protagonista, a través del reconocimiento y asunción de sus propios sentimientos y pasiones, acaba por dar sentido a su vida y a su pasado.
Ya he dicho que el esquema argumental de El secreto de sus ojos sigue la senda de las convenciones narrativas del thriller, y en este sentido hay que reconocer que el guión es muy hábil tanto en la presentación del crimen, los vericuetos de su investigación y su cierre en falso (con puntuales, sutiles y muy reveladoras alusiones a la reciente historia argentina, especialmente a los abusos y tropelías cometidos por la dictadura militar), como en la forma en que combina las dos líneas temporales que confluyen en la trama. En todo momento la narración es ágil, transparente, y ofrece el punto justo de complejidad que permite al espectador seguir la historia sin distanciarse de ella. Además, desde el punto de vista de su adscripción genérica, la película tiene otra virtud, y es que sabe crear y sostener la expectativa de una verdad escondida –por ejemplo, conviene prestar una atención minuciosa a las palabras de Ricardo Morales, el esposo de la joven asesinada-, de un asombroso y durísimo secreto de odio, venganza y castigo, que finalmente se revela ante el protagonista y los espectadores en una secuencia de enorme fuerza dramática.
Aunque gran parte de estas virtudes sean imputables al guión de Juan José Campanella y Eduardo Sacheri, y a la excelente realización y puesta en escena, siempre muy elegante y de innegable sabor clásico, sería imposible haberla transmitido a los espectadores sin el concurso de un reparto tan conjuntado y vigoroso como el de este largometraje. Ricardo Darín (de quien ya hablé muy elogiosamente en este blog, a propósito de la película El aura; yo lo he visto en El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia, Luna de Avellaneda, El aura, Kamchatka, La educación de las hadas y Nueve reinas, y siempre es una garantía de buen hacer y eficacia), que interpreta al oficinista Benjamín Espósito, está sencillamente colosal, impagable. Si no es ahora mismo el mejor actor de cine del mundo, como he leído en algún encomiástico artículo, la verdad es que le falta poco. Algo parecido podría decirse de de Soledad Villamil (también me hice eco de sus muchas virtudes interpretativas en la reseña de No sos vos, soy yo), que encarna a la jueza Irene Menéndez Hastings con una elegancia y una inteligencia admirables. El duelo de ambos intérpretes es pródigo en secuencias memorables y, sin resultar nunca forzado o empalagoso, proporciona a la película una calidez humana y emotiva de la que a menudo adolece gran parte del cine contemporáneo.
De todas formas, las interpretaciones de Darín y Villamil no sorprenderán a quien haya visto casi cualquiera de sus películas anteriores, y en especial El mismo amor, la misma lluvia, en la que ambos encarnaban a la pareja protagonista. Los que sí me han sorprendido han sido varios de los actores secundarios, y sobre todo Guillermo Francella (Sandoval, el amigo de Benjamín Expósito), un actor argentino especializado en comedia y en series televisivas, cuya interpretación, llena de matices, cubre todos los registros imaginables, que abarcan desde los más abiertamente humorísticos –y hay que admitir que tiene algunos chistes y comentarios geniales- a lo patético y lo trágico. Francella borda en El secreto de sus ojos el papel de amigo fiel y calavera (una constante del cine de Campanella) que en alguna de las películas más conocidas de este director, como El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia, Luna de Avellaneda, estuvo a cargo del siempre solvente Eduardo Blanco. También Pablo Rago, a quien corresponde el papel de Ricardo Morales, se muestra muy eficaz, distante, frío, turbio e inquietante, como conviene a su personaje, en el que se oculta el fuego de una pasión devoradora y terrible. Por último, aunque los medios argentinos le han reprochado su falta de verosimilitud a la hora de hacerse con el acento porteño, también me gustó mucho la interpretación del actor español Javier Godino, que interpreta a Isidoro Gómez, un personaje especialmente repulsivo.
La recepción crítica de El secreto de sus ojos ha sido prácticamente unánime a la hora de reconocer los muchos méritos del largometraje de Campanella. No obstante, conviene no pasar por alto el hecho de que hay en ella ciertos planteamientos discutibles. Por ejemplo, alguna de sus secuencias más llamativas, como el ya famosísimo plano aéreo del campo de fútbol, que traslada el foco de la narración a la cancha del Club Atlético Huracán de Buenos Aires. Este plano-secuencia (no sé si rodado con helicóptero, con grúa, con trucajes digitales o con una mezcla de todo ello) ha sido muy comentado por su audacia, pero a mi modo de ver constituye un alarde difícilmente justificable, por su escasa eficacia narrativa. Tampoco me acabó de convencer la insistencia en los primeros y primerísimos planos de los actores, con el primer término deliberadamente desenfocado en varias secuencias dialógicas, pues justamente por su repetición el recurso acaba perdiendo expresividad y convirtiéndose en un tic. Por último, hay ciertos aspectos de la trama –la secuencia del interrogatorio de Isidoro Gómez a cargo de la jueza, en la que ésta se vale de su condición femenina para sacar de sus casillas al presunto homicida, o la escasa huella que el paso del tiempo parece haber dejado sobre varios personajes, entre ellos los dos protagonistas- que tal vez sean algo inverosímiles.
En todo caso, estos fallos no empañan la valoración abrumadoramente positiva de El secreto de sus ojos. Además, por cada secuencia discutible hay muchos momentos de gran cine: por ejemplo, el magnífico plano-secuencia con el que se narra la llegada del protagonista, acompañado por un oficial de policía, a la escena del crimen. La cercanía de la cámara, atenta a una conversación banal y algo chocarrera entre los dos personajes y otros que les salen al paso, sirve para dar más relieve al horrorizado descubrimiento del cadáver por parte de Benjamín Espósito. O la tremenda escena sin palabras, en la tradición de la mejor escuela del thriller norteamericano, en que el oficial y la jueza se encuentran con Isidoro Gómez, convertido ya en un sicario implacable, en el ascensor del juzgado al que acuden en busca de reclamación ante una flagrante injusticia. La prepotencia y la frialdad de Gómez y el miedo que es capaz de transmitir a sus forzados acompañantes sin mirarlos siquiera, sólo con la exhibición de su pistola, revelan bien a las claras el clima de intimidación y terror que fue capaz de imponer la dictadura militar argentina durante sus años más brutales.
Como ya es tradición en las reseñas cinematográficas de este blog, quiero terminar con una brevísima nota sobre la banda sonora, obra del compositor argentino Federico Jusid, de tonos románticos y en ocasiones hermosamente patéticos, muy expresivos, que a veces recuerdan las partituras más sentimentales del gran Ennio Morricone. Aunque la he buscado afanosamente, tanto por los medios que se pueden reconocer en público como por los otros, no la he encontrado y, la verdad, es una pena, porque apetece mucho volver a oír la música de la película y sumergirse con ella en ese particular estado de ánimo que es capaz de suscitar en los espectadores el mejor cine, en este caso el cine de Juan José Campanella.
Adenda del 9 de diciembre de 2009
He encontrado en ese estupendo blog que es Comunicación Audiovisual un interesante análisis, a cargo de Ángel Encinas Carazo, de la ya famosa secuencia del estado de fútbol. Aunque en mi opinión no sea lo mejor de la película, incluyo aquí el vídeo, para que los lectores tengan ocasión de disfrutarlo.
Lu dice
Eduardo, es difícil añadir algo nuevo a tu honda y detallada reseña. Me atrevo a añadir otra escena a las que tú ya has citado. Me refiero a aquella en la que se desvela el enigma de la pasión. En la que uno de los habituales de la taberna responde con su saber futbolístico a los requerimientos de Sandoval.
Si recuerdas, es la escena que marca un punto de inflexión en la trama.
Y en cuanto a los personajes, si algo me sorprendió gratamente fue la interpretación de Sandoval. Aunque histriónico en algunos momentos, hace el papel de alcohólico contumaz sin recurrir a los consabidos comportamientos a los que el cine y el teatro nos tiene acostumbrados. ¡Qué pericia la suya! ¡Cuánta verdad encierral!
Además, no se me olvida el momento en que, en pleno estado de embriaguez, se adivina un oasis de lucidez en su mirada, cuando los sicarios le confunden con Benjamín.
Eduardo Larequi dice
Sí, las dos escenas son muy buenas, aunque un poco efectistas (pero, bueno, el conseguir el punto justo de efectismo también es un arte). La segunda me gustó más, porque resulta más trágica. Pensando sobre ella, le encuentro un aire borgiano, uno de esos momentos extáticos de los cuentos de Borges (por ejemplo, «La muerte y la brújula») en los que el personaje se encuentra por fin con su destino, se reconoce en él, y lo acepta con serenidad y hasta con agradecimiento.
Elisa dice
Un placer rememorar la película leyendo tu crítica. Me entran ganas de volver a verla para fijarme en los matices que se me pasaron por alto la primera vez, prendida en el desarrollo de la trama.
Eduardo Larequi dice
Pilar y yo estuvimos a punto de volver. Si hubiera tardado un día más en publicar la reseña, desde luego que hubiera cedido a la tentación. Espero que la novela no me defraude.