Con la emisión de sus dos últimos capítulos, la cadena Cuatro dio ayer finiquito a la serie Roma, en medio de una efusión de sangre y violencia que raramente se ve por la tele con semejante intensidad y detalle. La verdad es que resultaba difícil soportar las imágenes del ex-legionario Tito Pullo amputando miembros y cortando cabezas de los gladiadores a los que se enfrentaba, en calidad de condenado al circo por el asesinato de un ilustre ciudadano romano. No menos terrible fue el desenlace de la secuencia, con la espantosa muerte del último de los gladiadores, un tiparraco de aspecto horrible armado con una maza no menos horrorosa, a manos del magistrado Lucio Voreno, que se había arrojado a la arena para ayudar a su amigo Pullo, extenuado por el combate y al borde de la muerte.
No seré yo quien se escandalice de tan cruentas escenas o proteste por lo inoportuno de la emisión. Seguro que el circo romano fue, en la realidad, mucho peor de lo que vimos a eso de las once de la noche (una hora a la que los niños no deberían estar frente a la tele, claro que no). Por otra parte, no cabe ninguna duda de que esas escenas eran perfectamente coherentes con la historia y con el carácter volcánico de ambos personajes: tanto la reacción de Tito Pullo ante la provocación de los gladiadores (está claro que chotearse del honor de la Decimotercera Legión ante un individuo como Pullo no puede salir gratis) como el noble acto de Voreno en ayuda de un amigo en apuros se justifican sobradamente por su historia anterior y por los estrechos lazos de amistad entre ambos, más fuertes y definitivos que las conveniencias o el cálculo político.
Tan sangriento (y tan fascinante) como el episodio del circo fue el que cerró la serie: la muerte de César en el Senado, víctima de los puñales de Casca, Casio, Bruto y el resto del grupo de senadores que se creían depositarios de los sagrados valores de la República. Un episodio brillante por la puesta en escena (el flameo de togas con listas púrpuras, los brillos siniestros de las dagas, las manchas de sangre sobre los suelos de mármol) y por la interpretación de Ciarán Hinds, que en su papel de Julio César tardaremos mucho en olvidar. Enseguida vamos a encontrarnos de nuevo con este actor irlandés en Munich, de Steven Spielberg, una película que todo el mundo comenta muy elogiosamente. La presencia de Hinds es una razón añadida para no perdérsela.
Pero lo que más me ha gustado del final de la serie ha sido la escena en la que Servilia, tras invitar a su casa a Atia y Octavio (el futuro Augusto) y anunciarles, cínicamente, el final de César y su propia implicación en la conjura, se despide de ambos. Según parece, la escena no se corresponde con los hechos históricos (Artehistoria.com señala que Octavio se encontraba en Épiro, luchando contra los partos, cuando se enteró de la muerte de su padre adoptivo), pero en el fondo da igual. La mirada glacial de Octavio contra Servilia, como diciendo: «espera, que ya te pillaré», valía un imperio. Y con esa mirada Max Pirkis demuestra que es un intérprete como la copa de un pino, a quien la cara de niño bueno y los adorables rizos rubios no le impiden forjar personajes tan fríos como un cuchillo. Max Pirkis, y Ciarán Hinds, y Pullo, y Voreno, se merecen continuar en pantalla. Roma está pidiendo a gritos una continuación para la próxima temporada. Rogaremos a los dioses lares y penates por que así sea.
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