Con la emisión de sus dos últimos capítulos, la cadena Cuatro dio ayer finiquito a la serie Roma, en medio de una efusión de sangre y violencia que raramente se ve por la tele con semejante intensidad y detalle. La verdad es que resultaba difícil soportar las imágenes del ex-legionario Tito Pullo amputando miembros y cortando cabezas de los gladiadores a los que se enfrentaba, en calidad de condenado al circo por el asesinato de un ilustre ciudadano romano. No menos terrible fue el desenlace de la secuencia, con la espantosa muerte del último de los gladiadores, un tiparraco de aspecto horrible armado con una maza no menos horrorosa, a manos del magistrado Lucio Voreno, que se había arrojado a la arena para ayudar a su amigo Pullo, extenuado por el combate y al borde de la muerte.
No seré yo quien se escandalice de tan cruentas escenas o proteste por lo inoportuno de la emisión. Seguro que el circo romano fue, en la realidad, mucho peor de lo que vimos a eso de las once de la noche (una hora a la que los niños no deberían estar frente a la tele, claro que no). Por otra parte, no cabe ninguna duda de que esas escenas eran perfectamente coherentes con la historia y con el carácter volcánico de ambos personajes: tanto la reacción de Tito Pullo ante la provocación de los gladiadores (está claro que chotearse del honor de la Decimotercera Legión ante un individuo como Pullo no puede salir gratis) como el noble acto de Voreno en ayuda de un amigo en apuros se justifican sobradamente por su historia anterior y por los estrechos lazos de amistad entre ambos, más fuertes y definitivos que las conveniencias o el cálculo político.
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