Hace ya bastante tiempo que leí en algún artículo de prensa (quizás fuera en El País, o tal vez en Qué Leer, o acaso en alguna de las revistas de cine que suelo frecuentar), acerca de la evolución de los géneros narrativos cinematográficos y de cómo algunas recientes series de televisión, y en especial las que ha producido la cadena HBO, estaban convirtiéndose en los relatos más representativos y logrados de nuestro tiempo. Cuando leí esas opiniones, y a pesar de haber disfrutado con las sucesivas entregas de series como Hermanos de sangre, Mad Men, Roma, Sexo en Nueva York, True Blood, Perdidos, A dos metros bajo tierra, Los Soprano o Héroes (sobre todo de las cinco primeras, porque los jeribeques argumentales de Lost se nos atragantaron a partir de su tercera temporada, y las otras tres no nos llegaron a enganchar), semejantes reflexiones se me antojaron notoriamente exageradas, síntoma elocuente de una época en la que los productos de la cultura del entretenimiento generan de forma casi inmediata un culto poco menos que idólatra.
Sin embargo, los dos últimos meses de sesiones vespertinas de televisión, en cotidiano contacto con las historias, personajes y escenarios de la serie The Wire, me han hecho cambiar de parecer. La HBO no sólo ha elaborado un excelente producto televisivo, sino un asombroso relato que, juzgado desde cualquier criterio o enfoque posible –el complejo entramado de su estructura narrativa, el potentísimo lenguaje audiovisual, la variedad y riqueza de personajes, la hondura del retrato del entorno urbano en que transcurre (la ciudad atlántica de Baltimore, y en especial su zona oeste, con muy altas tasas de criminalidad y un floreciente negocio de tráfico de drogas), el ingenio y sutileza de los diálogos–, alcanza un altísimo nivel, perfectamente comparable a un relato literario por su calidad, ambición, alcance y capacidad de influencia sobre los espectadores.
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