Hace tiempo que tenía ganas de leer algo de la escritora norteamericana Donna Leon, cuya serie policíaca protagonizada por el comisario veneciano Guido Brunetti ha tenido un éxito espectacular de público y, por lo que yo sé, también de crítica. El pasado sábado, en la Feria del Libro de Pamplona, Pilar me hizo el favor de quitarme la chirrinta con un par de novelas que compró para ella, y que una vez fichadas en nuestra base de datos (esto sí que sería motivo para un meme grandioso de la blogosfera educativa: compartir nuestros catálogos informáticos), me cedió graciosamente. Se trata de Vestido para la muerte y Pruebas falsas, de 1994 y 2004, respectivamente, que constituyen la tercera y decimotercera entregas de la serie.
Como soy un lector muy poco sistemático, bastante compulsivo y muy aficionado al género policial, me lancé con avidez sobre la primera, a pesar de tener sobre el escritorio un montón de libros con credenciales más prestigiosas y, desde luego, con más antigüedad. Lo leí no de un tirón, pero casi. A las 11,30 horas de la noche del domingo ya lo tenía acabado, e incluso me había dado tiempo para practicar esa actividad que tanto nos gusta a los fans de los relatos policiales: releer los episodios claves para la identificación del asesino.
Porque en Vestido para la muerte hay unos cuantos asesinatos (tampoco muchos, no es una novela particularmente violenta o sangrienta), que comienzan de forma rotunda y siniestra, como mandan los cánones, con el descubrimiento en un descampado cercano a un matadero del cuerpo de un hombre, aparentemente un travesti vestido con zapatos rojos y un ajustado vestido del mismo color. La laboriosa identificación del cadáver, cuya cara ha sido deliberadamente desfigurada a golpes, acaba conduciendo al comisario Brunetti a los círculos más elevados de la sociedad veneciana, y a ciudadanos aparentemente libres de toda sospecha que, bajo su cobertura de máxima respetabilidad, esconden actividades inconfesables.
Es, como puede comprobarse por este apresurado resumen del comienzo de la trama, un planteamiento muy típico de novela negra, más que estrictamente policíaca: el interés de la trama no es sólo, ni quizá principalmente, el desvelamiento del culpable a través de ese ejercicio apasionante que es la recuperación de las pistas e indicios conducentes a la identificación de aquél, sino la exploración de las quiebras, las contradicciones, las injusticias y los desarreglos de la sociedad que comparten criminales, víctimas e investigadores.
Así ha procedido la novela negra desde que apareció en la historia de la literatura, como adaptación o evolución del relato policíaco clásico, y Donna Leon no hace otra cosa que ajustarse a las normas del género. El problema es que gran parte del planteamiento narrativo elaborado por la novelista norteamericana en torno a la investigación de la muerte de Leonardo Mascari, director de la sucursal veneciana del Banco di Verona, suena un tanto falso. Leyendo Vestido para la muerte he tenido la sensación reiterada, sobre todo a lo largo de su primera mitad, de que hay algo de artificioso o insincero en la presentación de la sociedad veneciana e italiana, retratada como hipócrita y corrupta (o, mejor dicho, de esa sociedad con elementos hipócritas y corruptos), a la que pertenecen el comisario Guido Brunetti y los muchos personajes que pueblan el argumento. Da la sensación, repito, de que la voz autoral ha tomado posición sobre los vicios y defectos de esa sociedad antes de contar los hechos, y que los personajes y la trama sólo están al servicio de lo que muy bien pudiera llamarse una novela de tesis.
Y la tesis es transparente, sin lugar a dudas: los «buenos» son los policías, honrados funcionarios al servicio de los ciudadanos, trabajadores incansables y eficaces, adornados en casi todos los casos por virtudes progresistas (cuando Guido Brunetti no lo es en la medida adecuada aparece oportunamente a su lado su esposa, Paola, para hacerle ver la luz); y los «malos» son los representantes del establishment conservador, identificado, sensu lato, con el poder económico y determinadas organizaciones religiosas, que naturalmente predican la moralidad, la protección de los valores familiares y la transparencia fiscal, mientras que en la realidad practican la mentira, el sexo con chaperos (es una palabra que se emplea constantemente en la novela) y la doble o triple contabilidad. Me gustaría ser más claro, pero prefiero evitar los detalles para no chafar la lectura a los aficionados al género.
Habida cuenta de algunas de los reproches que la crítica ha dirigido a Donna Leon (véase, a este respecto, la entrada que le dedica la edición inglesa de la Wikipedia), se me ha ocurrido pensar que esta actitud tiene algo que ver con el hecho de que la escritora norteamericana viva en Venecia y escriba sobre una sociedad a cuya lengua se niega a traducir sus novelas (en alguna entrevista he leído que Donna Leon ha justificado esta curiosa circunstancia por su deseo de preservar la intimidad de su vida veneciana, lo cual no sería posible de ser más conocida por su público más próximo, o al menos así lo aseguraba la autora). Desde semejante perspectiva tiene sentido ese tono al que antes me he referido, propio de una «novela italiana para extranjeros», es decir, de un relato con abundantes tópicos sobre el carácter de los habitantes del país transalpino, sus costumbres, sus actitudes vitales y hasta sus costumbres gastronómicas, cuyos destinatarios evidentes no son los propios italianos, sino el público internacional (y norteamericano, me atrevería a decir) que lee estas novelas. He leído, no sé muy bien dónde, alguna crítica sobre la cantidad de veces que en las novelas de Donna Leon aparecen sus personajes enfrascados en la práctica culinaria; así ocurre también en Vestido para la muerte, aunque en descargo de la autora me gustaría precisar que éste es un tic de muchas novelas norteamericanas contemporáneas, quizás influidas por la aplicación de los «efectos de realidad» que suelen enseñarse en los talleres literarios.
Sólo desde la perspectiva que vengo comentando puede justificarse la presencia de observaciones al estilo de «Italia es un país rico, y la mayoría de los coches tienen aire acondicionado […] Sus conductores son […] ciudadanos que han prosperado gracias al auge económico que disfruta Italia desde hace décadas» (p. 82), que tal vez signifiquen algo, narrativamente hablando, para un lector norteamericano de novela popular, pero que para los italianos, y seguramente para muchos europeos, son de una obviedad aplastante, y hasta ridícula. No es el único ejemplo, y seguro que si yo fuera veneciano, milanés, florentino o siciliano hubiera descubierto muchos más de los que mi limitada experiencia de Italia (dos viajes separados por veinte años de distancia, y unas cuantas lecturas y películas) me ha permitido identificar.
Estos defectos serían más bien anecdóticos si no fuera porque el progresismo más bien superficial de la novela tiene consecuencias narrativas indeseables. La primera y más grave es, a mi modo de ver, que la trama descubre al sospechoso número uno mucho antes de lo que hubiera sido aconsejable, y lo hace gracias a una casualidad que muy bien pudiera darse en la realidad, pero que sin embargo pertenece a esa categoría de «churro» que a los amantes del relato policial clásico nos pone de los nervios (de nuevo pido perdón a los lectores por no dar más detalles). Durante gran parte del transcurso del relato, he pensado que esto era un truco para desviar la atención, pero no es así: el sospechoso para la autora, para Brunetti y para los lectores, marcado desde que aparece en escena con una notoria carga ideológica negativa, se confirma en un desenlace de evidente tono moralizador, cuyo único interés es la explicitación de los móviles del criminal.
La manera de abordar la realidad italiana por parte de Donna Leon perjudica, además, otros aspectos de la novela. Así ocurre con la representación de las interioridades de la investigación policial, que si bien es en algunas ocasiones ingeniosa y chispeante, con el encanto de los tópicos sobre la chapucería de los italianos y su facilidad para entremezclar lo familiar y lo profesional (los policías no sólo comentan el caso con sus parejas, sino que les encargan determinadas averiguaciones «informales», aprovechándose de las tupidas redes de relaciones sociales femeninas), resulta en última instancia de dudosa verosimilitud. Por otra parte, el retrato de la policía italiana es en ocasiones muy simplista, y cuenta con ciertos episodios, como el de la estoica reacción de los agentes al asesinato de una compañera, que no son fáciles de aceptar. Sobre la subtrama humorística protagonizada por el jefe del comisario Brunetti, el vicequestore Giuseppe Patta (su mujer lo abandona por un productor de películas pornográficas, y el funcionario reacciona utilizando los medios policiales puestos a su disposición para arruinarle la vida a su rival, decisión que no parece especialmente escandalosa para ninguno de sus subordinados) tengo una opinión algo más favorable: quizás no constituya un recurso del todo pertinente desde el punto de vista de la construcción novelística, pero al menos resulta divertido.
No obstante, y para ser ecuánime, tengo que reconocer que he disfrutado con la lectura de mi primera novela de Donna Leon. Como he dicho antes, la he leído sin darme respiro, porque tanto la construcción narrativa, muy convencional, pero al mismo tiempo segura y rotunda, como su estilo, sin artificios demasiado visibles, con diálogos precisos y rápidos, descripciones someras, mucho movimiento de personajes y escenarios, lo hacen posible. La verdad es que no me siento decepcionado, quizás porque tampoco tenía unas expectativas demasiado elevadas.
Me resisto, en todo caso, a formular un juicio definitivo sobre la escritora norteamericana. En la pila de libros por leer me espera Pruebas falsas, y las vacaciones de verano proporcionan una buena oportunidad para complementarla con alguna otra novela en edición de bolsillo (no me siento con fuerzas para hacer como Paola, la esposa del comisario Brunetti, que paladea durante sus vacaciones en Bolzano los tochos más inmóviles y sesudos de Henry James). Prometo tener a los fieles de La Bitácora del Tigre al corriente de mis impresiones.
Donna Leon, Vestido para la muerte, Barcelona, Seix Barral (Col. «Booket», 2097), 2007, 285 páginas.
corsaria dice
Por lo que cuentas, quizás sea un libro para lectores que desconozcan la sociedad italiana. Porque de conocerla.. cojearía un poco la verosimilitud de lo que cuenta.
Es extraño teniendo en cuenta que su autora vive allí (desde hace 20 años según la wikipedia). Es extraño no se traduzcan sus obras al italiano… :)
Eduardo Larequi dice
Yo diría que es más que extraño. Sinceramente, no me creo las razones que aduce la autora.
corsaria dice
Eso daría para otra novela… una hipótesis, va a ser que no sería fácil colarle lo que cuenta a los propios italianos. Y claro en otras lenguas es más difícil que la lean. ;-)
Lucia dice
He leído todos los libros editados en castellano de Donna Leon y me han gustado todos. Se descubren cosas sobre Venecia y la sociedad italiana. Los personajes secundarios son tan buenos como el de Brunetti.
Un abrazo.
Eduardo Larequi dice
Bueno, yo sólo he leído un libro de Donna Leon. Si leo más y me gustan, no tendré empacho en reconocerlo. Espero que los días de dolce far niente de las vacaciones me concedan la oportunidad.
Y muchas gracias por tu visita, Lucía.