No era uno de mis cineastas favoritos, pero hay dos películas suyas que me gustan mucho, y sobre cuyas mejores escenas vuelvo a menudo, siempre con una emoción muy especial. No estoy del todo seguro, pero creo que supe de la existencia de ambas por el programa de José Luis Garci Qué grande es el cine, cuyo hueco en la programación es una de las causas que me han hecho desertar de la pequeña pantalla (otra es el blog, pero de este asunto trataré otro día, con más calma).
La primera es Marty, de 1955, la historia de un carnicero tímido y bonachón, que consigue librarse de la influencia de una madre posesiva y de un círculo de amigos insoportables, para comprometerse con la muchacha a la que ama (la adorable Betsy Blair, que poco después intervendría en Calle mayor, a las órdenes de Juan Antonio Bardem). Marty se llevó, merecidísimamente, cuatro Oscar de la Academia de Hollywood: a la mejor película, al mejor actor principal (Ernest Borgnine, en una actuación sorprendente para muchos espectadores, que sólo lo creíamos capaz de papeles exagerados y truculentos), al mejor director y al mejor guión original. Quizás les resulte un poco anticuada a los jóvenes de hoy en día, a pesar de su realismo casi documental (o precisamente por eso; hay muchos chavales que huyen del realismo como de la peste), pero es una historia admirable, profundamente educativa, con una calidez y sinceridad muy poco habituales.
Aquí va un vídeo del desenlace: Marty, enfrentado a la perspectiva de un interminable y tedioso fin de semana, manda a la porra a la cuadrilla de amigotes y se decide a llamar a la chica a la que todos desprecian y a la que él quiere con todas y cada una de las fibras de su tremendo corpachón.
La segunda es Mesas separadas, de 1958, una de esas maravillosas películas de estirpe teatral que tanto abundaron en los años cincuenta, con un reparto apabullante, para cuya ponderación cualquier ristra de adjetivos se queda corta: nada menos que Burt Lancaster, Rita Hayworth, David Niven y Deborah Kerr en los principales papeles. David Niven ganó el Oscar al mejor actor principal por su papel del comandante retirado Angus Pollock (también Wendy Hiller mereció otra estatuilla, en su caso a la mejor actriz de reparto), y su actuación tiene momentos -la confesión de sus mentirosas hazañas militares a la joven que interpreta Deborah Kerr, el elegantísimo perdón con que sólo gente tan educada como los ingleses sabría acoger sus embustes- capaces de arrancar lágrimas de emoción al corazón más endurecido.
Es una verdadera lástima no haber encontrado esta secuencia por ningún sitio, porque me hubiera gustado incluirla como lenitivo para esos malos tragos que la vida y nuestras propias flaquezas nos hacen pasar a todos. Sólo por esas dos lecciones de cine y de humanidad doliente y sin embargo esperanzada que vibran en Marty y Mesas separadas, el cielo de los artistas del séptimo arte tiene que abrirle las puertas de par en par a ese gran hombre de la televisión y el cine que fue Delbert Mann. Descanse en paz.
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