Tan popular como las novelas de zombis, pero seguramente unos cuantos peldaños por encima en su consideración cultural por parte del establishment literario (la comparación me permite enlazar con el final de la reseña múltiple que publiqué ayer, en la que trataba, entre otros, del libro de Max Brooks, Guerra Mundial Z. Una historia oral de la guerra zombi), es el género policíaco, que he cultivado durante las vacaciones en dos entregas consecutivas y en algún momento simultáneas: Los demonios de Berlín, del novelista español Ignacio del Valle, y Huye rápido, vete lejos, de la escritora francesa Fred Vargas. De la obra de Del Valle tuve conocimiento, como tantas otras veces, a partir de una reseña de Jacinto Antón, tan apasionada como la mayoría de las suyas y rotundamente elogiosa.
Mi valoración de la novela de Ignacio del Valle no es tan favorable como la del articulista de El País. Reconozco que el novelista ovetense escribe con fuerza, intensidad y convicción, y que su relato se lee sin desmayo, pero la trama se me antoja no sólo históricamente improbable –pues a su protagonista, un teniente español llamado Arturo Andrade Malvido, ex combatiente de la División Azul y luego enrolado en las últimas unidades de las Waffen SS empeñadas en la defensa de las ruinas de Berlín, se le asigna contra toda lógica la investigación del asesinato de un científico relacionado con el desarrollo del proyecto de la bomba atómica alemana– sino además con un incómodo regusto a cosa ya leída o vista en muchos libros y películas.
En su comentario, Jacinto Antón cita, como no podía ser de otra manera, El hundimiento (y entre el libro de Del Valle y la película de Olivier Hirschbiegel hay escenas casi idénticas, como algunas de las que transcurren en el búnker de la cancillería del Reich, y especialmente las que tienen que ver con el fanatismo de Magda Goebbels), pero a mí también se me venían a la memoria pasajes, tipos o entonaciones de En busca de Klingsor, de Jorge Volpi, Patria, de Robert Harris (otra novela que también reseñé brevemente en este blog), o incluso la versión cinematográfica de El buen alemán.
Con todo, creo que no sería justo condenar a una novela por momentos apasionante como Los demonios de Berlín, basándose en consideraciones tan difusas y objetables como las que acabo de exponer. No me cabe duda de que la obra constituye una apuesta vigorosa, y hasta cierto punto arriesgada, por recuperar ambientes, escenarios y personajes que no son precisamente los preferidos entre el público lector (y mucho menos en los círculos políticamente más correctos), e Ignacio del Valle se muestra como un novelista de fuerte personalidad, al que habrá que seguir la pista con atención. Tengo anotados en mi PDA un par de títulos suyos –entre ellos, El tiempo de los emperadores extraños, que ha recibido muy buenas críticas–, sobre los que pienso detenerme en cuanto tenga ocasión.
Tampoco Huye rápido, vete lejos, me ha gustado tanto como La tercera virgen, que fue la primera novela de Fred Vargas que leí y comenté en La Bitácora del Tigre, aunque lo más probable es que esta diferencia no se deba a una diferencia de calidad literaria, sino al hecho de que era virtualmente imposible repetir la enorme sorpresa y la fascinación que el estilo y el modo de contar de la novelista francesa me produjeron en ese primer acercamiento a su narrativa. Cinco años anterior por fecha de publicación a La tercera virgen, en Huye rápido, vete lejos, el comisario Adamsberg es un recién llegado a la comisaría parisina a la que ha sido destinado, lo que da pie a muchos momentos en los que el anticonvencionalismo rampante del policía tiene sobradas oportunidades para contrastar con las expectativas y los hábitos no sólo de los agentes a sus órdenes, sino también de sus superiores.
Lo mejor de Huye rápido, vete lejos, a mi modo de ver, no es la intrincada y a veces intensamente culturalista peripecia de la investigación policial –aquí las referencias librescas y eruditas tienen mucho que ver con la aparente relación de los crímenes que se suceden a lo largo de la trama con la plaga de la peste medieval–, o la sutileza preparatoria de los criminales, quizás demasiado forzada en algún momento, sino el modo en que Fred Vargas urde una especie de subtrama de investigación auxiliar de la que forman parte, más bien a su pesar, gentes de la vida parisina como el marino bretón Le Guern, o el viejo erudito Decambrais, con variados secretos a sus espaldas. La originalísima relación de Adamsberg con estos personajes, el modo en que sus vidas cotidianas se entremezclan con la trama de asesinatos, pruebas, culpables falsos y verdaderos, y la singularidad de las peripecias personales de unos y otros constituye un ingrediente fundamental de la novela, a la que concede un sabor profundo y sugestivo, que a buen seguro sabrán paladear todos los lectores, y no sólo los más aficionados a la narrativa policial
Por cierto, a estos últimos les vendrá bien saber, si es que no lo saben ya, que de Huye rápido, vete lejos existe una versión cinematográfica dirigida por Régis Wargnier, bastante fiel en su primera mitad a la novela, y no tanto en la resolución de la investigación y el desenlace. Titulada en español Plaga final, no es comparable en calidad ni en resultados artísticos al original literario, pero tampoco me pareció tan mala como he leído en más de una crítica. Curiosamente, yo vi la película mediada la lectura del libro, lo cual me produjo una sensación extraña de desajuste o discordancia que tal vez tenga algo que ver con lo que señalaba al principio de mi comentario.
La última novela de la que voy a ocuparme en esta reseña es Génesis, del escritor neozelandés Bernard Beckett, una original obra distópica que presenta elementos muy característicos de la ciencia ficción más reflexiva. En ella se relata el examen de acceso al que se somete una joven llamada Anaximandro, aspirante a ingresar en la Academia, el órgano de gobierno de una sociedad situada en un futuro post apocalíptico bastante próximo del que sólo se han librado las islas de Aotearoa, referencia que hace pensar en historias futuristas en las que la humanidad se ha visto obligada a refugiarse en espacios marginales y extremos, como El nacimiento de la República Popular de la Antártida, de John Calvin Batchelor, y sobre todo On The Beach, de Nevil Shute, cuya versión cinematográfica, titulada La hora final, tanto me impresionó la primera vez que la vi.
A lo largo de su interrogatorio por parte del tribunal que la examina, Anax repasa la historia de la civilización humana y lleva a cabo, con la ayuda de diversos hologramas, una interpretación de la figura de Adam Forde (supongo que la inevitable asociación con las invocaciones fordianas de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, no será casual), personaje clave en la evolución de la sociedad a la que pertenece. En realidad, este resumen tan apresurado de la trama no hace justicia al verdadero sentido de la novela, cuyo tramo final permite interpretarla no tanto como una distopía clásica, sino más bien como una fábula inquietante, terrible y ferozmente darwinista, sobre la evolución de la inteligencia en nuestro planeta y de las formas de organización social asociadas a ella.
Tan breve como bien escrita, con un ritmo reposado y firme, pero al mismo tiempo algo anodina en su desarrollo, Génesis es una obra que fía casi todo su impacto sobre el lector a un desenlace inesperado, nada fácil de prever y ciertamente muy poderoso. Esta disposición tiene sus ventajas, pues la concentración de la narración, la desnudez de los escenarios y el minimalismo en el retrato de situaciones y personajes refuerzan la impresión del final, haciéndolo extraordinariamente perdurable, pero a cambio produce una cierta sensación de artificiosidad, como si los huecos u ocultamientos de la historia hubieran sido muy cuidadosamente diseñados para arrancar del lector un estremecimiento que poco tiene que ver con el tono en que transcurre la mayor parte de la novela.
Seguramente no es un libro para todos los públicos, ya que apenas hay acción, el debate de ideas es por momentos muy denso y las referencias a la antigüedad clásica no siempre son fáciles de seguir, pero lo cierto es que Génesis ofrece perspectivas originales y nada convencionales, y por esa misma razón –seguro que mis lectores sabrán disculpar, una vez más, la deformación profesional en la que ya incurrí con el comentario de En las nubes– muy interesantes para el análisis y la discusión en el ámbito educativo. Es más que probable que el espacio más adecuado para estas actividades no sea la clase de lengua y literatura, pero tal vez sí las de filosofía, o ética, o educación para la ciudadanía. A este respecto, los profesores de Filosofía que se defiendan bien con el inglés pueden echarle un vistazo al kit de recursos didácticos que la editorial Longacre Press ha publicado sobre la novela de Bernard Beckett.
Quiero finalizar esta reseña con algunos apuntes sobre una colección de cuentos compilada por Juan Jacinto Muñoz Rengel, y titulada Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual. Mi interés por esta antología, que conocí a través de un email que me hizo llegar el propio antologista, exige una explicación previa, pues en los últimos días del mes de julio de 2008 estaba tumbado a la bartola en un hotel de la isla portuguesa de Madeira, con otra antología de cuentos fantásticos españoles entre las manos. Entonces se trataba de La realidad oculta. Cuentos fantásticos españoles del siglo XX, publicada, en edición de David Rosas y Ana Casas, por Menoscuarto Ediciones, que con su colección “Reloj de arena”, de narrativa breve, tanto y tan bien está haciendo por otorgar a los géneros de la narrativa breve –no sólo el cuento, sino también el microrrelato- el puesto que merecen en el panorama literario en lengua española.
Lo de estar tirado a la bartola es sólo una expresión, ya que sobre la tumbona tenía un cuaderno Clairefontaine de tapas azules (¡me encantan los productos de esta marca de papelería y material de escritorio!), en el que tomé algunas notas para la reseña. Recuerdo bien los detalles porque hace dos o tres semanas, haciendo limpia de papeles, han aparecido el cuaderno y las anotaciones. Aunque ya es tarde para retomar el trabajo de aquella recensión inacabada, no lo es para destacar el interés de ambos volúmenes, la coincidencia entre dos lecturas veraniegas separadas por un año casi exacto, y la evidente continuidad que con la antología de David Roas y Ana Casas mantiene la antología preparada por Juan Jacinto Muñoz. Entre ambos libros hay, incluso, alguna zona de solapamiento, como demuestra la coincidencia en ambos de un puñado de autores: Cristina Fernández Cubas, José María Merino, Carlos Castán y Luis García Jambrina.
Que existe una valiosa tradición de literatura fantástica en la literatura escrita en español y en España es una realidad poco reconocida en los manuales, y menos aún en los libros de texto escolares, pero cada vez más indiscutible, gracias, entre otros, al esfuerzo de especialistas como los que han compuesto ambas antologías, y alguna otra publicada en los años inmediatamente anteriores, como la de Juan Molina Porras (Cuentos fantásticos en la España del Realismo, Cátedra, 2006). Las tres colecciones demuestran que esa tradición no sólo es homologable a la de otras lenguas y literaturas que siempre se han considerado más propicias a lo fantástico, como la inglesa, la francesa o la alemana, sino que además el cultivo del relato fantástico se ha mantenido en la literatura española, sin solución de continuidad, desde sus orígenes a finales del siglo XVIII y principios del XIX, a menudo representado por escritores de primerísimo nivel.
Los nombres que más sonarán a la mayoría de los lectores (Blasco Ibáñez, Valera, Clarín, Galdós, Pardo Bazán, Baroja, Valle-Inclán, Unamuno, Rosa Chacel, Zamora Vicente, Aub, Sastre, García Pavón, Benet, etc.) se encuentran en las antologías de Molina Porras y Roas y Casas, pues ambas dan cabida a autores que ya han sido plenamente reconocidos por la historia de la literatura. La colección preparada por Muñoz Rengel, por su parte, ofrece un panorama mucho más ceñido a la actualidad, dado que el primer autor de la antología, organizada por orden cronológico de las fechas de nacimiento de los escritores, es José María Merino, nacido en 1941, y el último Miguel Ángel Zapata, de 1974, lo cual explica que muchos de los nombres recogidos en ella sólo resulten conocidos para los aficionados al cuento literario, y sobre todo por quienes hemos cultivado la pasión por el relato fantástico.
Con todo, he de reconocer que de la extensa nómina de escritores acogidos por esta antología -José María Merino, Juan Pedro Aparicio, Cristina Peri Rossi, Cristina Fernández Cubas, Norberto Luis Romero, Pilar Pedraza, Julia Otxoa, Elia Barceló, Laura Freixas, Carlos Castán, Luis García Jambrina, Ignacio Martínez de Pisón, Ángel Olgoso, Fernando Iwasaki, Pedro Ugarte, Manuel Moyano, David Roas, Félix J. Palma, Miguel Ángel Muñoz, Ignacio Ferrando, Jon Bilbao, Óscar Esquivias, Patricia Esteban Erlés, Luis Manuel Ruiz, Óscar Sipán y Miguel Ángel Zapata- apenas si he tenido contacto con la obra narrativa de la mitad de ellos, y casi todos pertenecientes al primer tramo de la lista. De los demás conozco cuentos sueltos, publicados en antologías de ámbito general, o libros ajenos a su producción en el terreno de la narrativa breve.
Por eso no me atrevería a confirmar que en la antología de Muñoz Rengel están todos los que son, aunque a la vista de los relatos en ella recogidos sí puedo corroborar que son todos los que están. Sobre la selección de cuentos tampoco me arriesgo a formular una opinión demasiado contundente, si bien hay algún relato –como el de José María Merino, un escritor cuya obra conozco bastante a fondo– que no me parece demasiado representativo (hago constar que soy perfectamente consciente de que los antólogos, tanto por cuestiones de derechos editoriales como por otras circunstancias no menos complicadas, no siempre pueden contar con los textos que más convienen a sus propósitos). En cualquier caso, hay que destacar que Perturbaciones es una antología muy bien trabada, con una introducción que sabe encontrar el punto justo entre lo que gusta a los especialistas y aficionados al género –la teoría sobre lo fantástico es un tema riquísimo y apasionante, cuyas minucias e intrincados debates me encantan– y lo que puede ser más apropiado para los lectores no especializados.
Con lo que no acabo de estar tan de acuerdo es con la afirmación de Muñoz Rengel de que la literatura fantástica española actual se encuentra en un “envidiable estado de salud” (p. 18). Es cierto que la normalización de lo fantástico parece plenamente lograda en nuestras letras, y que la batería de temas y motivos clásicos, y no tan clásicos, del género se halla perfectamente representada en la colección. Ahora bien, la lectura de la antología no depara (o al menos no me ha deparado a mí) sorpresas y hallazgos que pueda calificar de memorables. El tono y la calidad de las aportaciones recogidas en el volumen es más que digno, pero no he encontrado las chispas de genio, las soluciones asombrosas o los elementos de estilo únicos que me hubiera gustado hallar. En este sentido, aunque por motivos algo distintos de los que guían a Julián Díez en su reseña de la colección, hago mías las palabras del periodista y crítico, que advertía en esta antología “cierto aroma monocorde”.
Dejando a un lado estas objeciones, hay que subrayar el hecho de que de este tipo de libros siempre cabe extraer experiencias y lecciones muy aprovechables (y mis colegas profesores de lengua también podrán encontrar motivos de inspiración para sus actividades didácticas). Entre ellas, la confirmación de la maestría del autor de “El andén de nieve”, el oscense Carlos Castán, un cuentista que me han recomendado varias veces con entusiasmo, y de quien ya tengo algún libro –Frío de vivir, que es el único que hasta la fecha he podido encontrar- sobre la mesilla, esperando su turno; la logradísima intersección de lo fantástico y el mundo libresco que practica Luis García Jambrina en “Una cita aplazada sine die”; la combinación entre lo legendario, lo mítico y lo siniestro propuesta por Pedro Ugarte en “Fecundación”; el estupendo juego de versiones, inversiones y reversiones que sobre un motivo conocidísimo de la literatura maravillosa practica David Roas en “Y por fin despertar”; las fracturas del mundo real, siempre amenazantes y acechadoras, entre los renglones de “Venco a la molinera”, de Félix J. Palma; o la divertida demostración de que entre la más absoluta normalidad provinciana puede asomar lo inesperado, planteada con destreza y humor socarrón por Óscar Esquivias en “Biológicas: una lectura providencial”.
Es una pena que muchos de los libros de cuentos que se citan en la antología sean prácticamente inencontrables en las librerías, e incluso en las búsquedas bibliográficas a través de Internet, porque de otro modo ya le hubiera echado el diente a más de uno. Me conformo, de momento, con tener anotados en mi libreta electrónica unos cuantos nombres, para cuando me los vuelva a encontrar por ahí, en el escenario, éste sí cada vez más fantástico e insólito, de las buenas librerías.
Ignacio del Valle, Los demonios de Berlín, Madrid, Alfaguara, 2009, 429 páginas.
Fred Vargas, Huye rápido, vete lejos, Madrid, Punto de Lectura, 2008, 410 páginas.
Bernard Beckett, Génesis, Barcelona, Ediciones Salamandra (Col. “Narrativa”), 2009, 158 páginas.
David Rosas y Ana Casas (eds.), La realidad oculta. Cuentos fantásticos españoles del siglo XX, Palencia, Menoscuarto Ediciones (Col. “Reloj de Arena”, 32), 2008, 300 páginas.
Juan Jacinto Muñoz Rengel (ed.), Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual, Madrid, Editorial Salto de Página (Col. “Púrpura”), 2009, 379 páginas.</ p>
Elisa dice
Muy buena Huye rápido, vete lejos, la primera novela que he leído de Fred Vargas. Y geniales todos los asiduos de la taberna del Vikingo, es cierto que los personajes son demasiado extravagantes para lo que se espera de una novela policiaca pero resultan entrañables y, si no existe gente así, debería existir. Aunque menos disparatada, me recuerda un poco a las novelas de la tribu Malaussène de Daniel Pennac, también en estas se refleja la creación de comunidades de personas desarraigadas y poco convencionales como alternativa a la soledad de la vida moderna en las grandes ciudades. Se me quedó grabada una frase que escuché en un curso de narratología hace mil años (es lo único que recuerdo de aquel curso) relativa a la cantidad de personas que vivían solas en Francia: «Los franceses son mónadas solitarias» supongo que nosotros vamos poco a poco en la misma dirección. En cambio en las novelas de Mankell (mis otras lecturas policiacas recientes) la soledad se impone sin ningún tipo de paliativo, qué desoladora vida la de ese inspector devorador de bocadillos y consumidor compulsivo de café que no tiene ni un amigo de quien echar mano.
Gracias por la recomendación.
Eduardo Larequi dice
Me temo que tienes razón, Elisa, y que los rumbos de la sociedad moderna nos llevan a todos en esa dirección de la soledad y la incertidumbre. Más vale que tenemos los blogs a mano, para compartir experiencias, libros y no sé cuántas cosas más. Por cierto, me encantaría hacer un curso de narratología, una disciplina que me apasiona. Tendré que hablar con la gente del CAP de Pamplona, a ver si tienen planes al efecto.