A pesar de lo que pueda parecer, y de mi confesada blogoadicción, soy un bloguero lleno de taras, resabios y mataduras: no leo suficientes blogs, escribo menos comentarios de los que debiera (a veces por pereza, y otras porque me da apuro no tener nada suculento que decir), mis hábitos de navegación y consulta son más bien rutinarios y, en vez de acudir a los auxilios de la tecnología, con sus maravillosas baterías de agregadores y lectores de fuentes RSS, tengo una irreprimible tendencia a volar de flor en flor, picoteando de aquí y de allá, de forma poco sistemática y con resultados escasamente provechosos.
Si no fuera por Planeta Educativo, que consulto prácticamente a diario y me mantiene al tanto de las novedades en la blogosfera educativa, sería poco menos que una especie de bloguero robinsoniano, aislado en su bitácora, obsesionado con rapiñar de los barcos naufragados lo que pueda aprovecharme para edificar mi choza y temeroso de hallar en la playa la huella de un semejante (si alguien se ha quedado prendado de ambas imágenes, que sepa que no son mías, sino herencia del Robinson Crusoe de Daniel Defoe; por cierto, aparecen con singular potencia evocadora en La carretera, de Cormac McCarthy, novela de la que me ocupé el pasado jueves, y por eso las tengo frescas en la memoria).
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