Hoy publica El País en la sección de «Sociedad» uno de esos artículos de titular escandaloso y tono más o menos apocalíptico que tanto gustan a los teóricos de la prensa escrita. El artículo se titula El ciberespacio se come al libro, y después de examinar algunas cifras -«en el mundo hay tal cantidad de información digital que, con ella impresa, se podría envolver el planeta cuatro veces», «en 2006 se crearon 161.000 millones de gigabytes de información», «los particulares producen el 70% de los contenidos»-, ofrece un negro panorama sobre las posibilidades de los sistemas de almacenamiento actualmente existentes para archivar ese creciente y oceánico caudal de información.
Menos mal, me he dicho a mí mismo. Porque, seamos serios, esa inundación de teras, petas y exas que se nos viene encima está formada en un porcentaje enorme por contenidos de escaso o nulo interés de cara a su conservación para la posteridad: chafardeo, blablablá, refritos («sólo una cuarta parte es original», señala el matutino), pichorradicas diversas en distintos estados de cocción. Si de repente desapareciera la especie humana de la faz de la tierra y mágicamente se conservara toda su producción digital, una especie alienígena que viniera a ocupar nuestro nicho ecológico y recogiera nuestros (sub)productos digitales comprobaría con asombro la inveterada y sistemática afición del ser humano por la tontería y el cachondeo.
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