Cuando visité Nueva York, en el verano de 1997, arrastrado por el ímpetu de Pilar, que fue capaz de vencer mi natural pereza hacia los viajes largos y consiguió hacerme cruzar el charco, me creía muy preparado por mi experiencia previa —muchas películas, bastantes libros y unos cuantos relatos de amigos y conocidos— para reconocer la ciudad y sus gentes. Sin embargo, todo me sorprendió: el alarmante rigor de los aduaneros del aeropuerto JFK, los insólitos sistemas de pago en los autobuses públicos, la complejidad de las cabinas de teléfono, las proporciones casi inconcebibles de los edificios, de las calles y de los ríos. A juzgar por su testimonio en Ventanas de Manhattan, también Antonio Muñoz Molina se sintió en su primer viaje sorprendido e intimidado por los corpulentos agentes de inmigración, por los impacientes cobradores de autobús y por la arquitectura y geografía de la ciudad, siempre tan colosales. Y aunque el novelista de Úbeda sea desde hace tiempo un habitual de la ciudad de los rascacielos, sigue tan fascinado como el primer día —y así lo transmite al lector en este libro de lectura apasionante— por la multiforme variedad de sus gentes, la agitación y el ruido permanentes, la vitalidad de una urbe desmedida, donde toda experiencia humana es posible.
Otra coincidencia entre la experiencia del novelista y la mía tiene que ver con el ataque del 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas del World Trade Center. La primera imagen que vi, todavía con los ojos entrecerrados tras haber sido bruscamente despertado de la siesta —un rascacielos en llamas, nítidamente recortado contra un cielo azul— me pareció algo así como una enorme chimenea humeante, un insólito símbolo de la era industrial erguido en medio de un extraño decorado. También Antonio Muñoz Molina acababa de recobrarse del sueño (en su caso, nocturno), y su testimonio del atentado que unos pocos minutos antes había tenido lugar a menos de diez kilómetros de la ventana de su apartamento (véase la secuencia 18, páginas 78-80), transmite un parecido efecto de irrealidad y pasmo. Quizás nuestra común sensación fuera un mecanismo inconsciente de defensa contra el impacto de una catástrofe que a muchos nos había tocado en la fibra más íntima, pues Nueva York es un escenario lleno de resonancias sentimentales para la gente de nuestra edad —el novelista sólo me lleva cinco años—, que hemos crecido, aunque sólo sea imaginariamente, a la sombra de los rascacielos y de los majestuosos árboles de Central Park.
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