El Pirineo, y sobre todo el Pirineo aragonés, es un escenario muy unido a mi biografía, sobre todo en mi adolescencia y primera juventud. Arrastrado por el ímpetu de amigos de espíritu mucho más audaz y montañero que el mío (si me leéis, Alberto, Arturo, Iñaki, Jesús, Jokin, Juankar, Mikel, sabed que os envío desde aquí un fuerte abrazo), de vez en cuando conseguía sacudirme la pachorra, echarme al hombro una pesadísima mochila y partir rumbo a las cumbres de Belagua, Zuriza o del más lejano y siempre fascinante Valle de Ordesa.
Pasaron los años, gané bastantes kilos, y dejé de ir al monte (tal vez el orden de los acontecimientos no sea exactamente el que acabo de escribir), pero nunca de dejado de visitar los altos valles pirenaicos de Ansó, Hecho, Añisclo o Pineta, en excursiones casi siempre breves, y a menudo agudamente melancólicas. Cuando fui a parar al IES José Mor de Fuentes de Monzón, mi primer destino como profesor de Secundaria, aproveché para recorrer el Pirineo oscense con la inestimable guía de los colegas del instituto (saludos también para Manuel, Pilar y Fátima), quienes me descubrieron lugares y paisajes que hasta entonces no conocía: el sorprendente Carnaval de Bielsa, las vertiginosas carreteras entre Lafortunada y Salinas, el maravilloso valle del río Isábena, y tantos otros.
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