Poderosa y extrañamente hipnótico en su arranque (con ecos de cetáceos y rumores de olas que parecen recién salidos de un océano ancestral), este famosísimo tema de Éric Serra, colaborador habitual de los filmes de Luc Besson, siempre me ha atraído de una manera muy singular, y eso que no soy muy devoto de los sonidos electrónicos en las bandas sonoras.
A pesar de sus excesos simbólicos, que la convirtieron en una especie de emblema de la causa ecologista (cuando no de diversos desvaríos new age), El gran azul sigue siendo una película fascinante. La obertura del filme, con una sucesión de planos aéreos de las costas griegas y sus mares refulgentes, queda en la memoria como un ejemplo del mágico poder de la música para transportar el espíritu a otro universo. Cuando la escucho no puedo evitar las ensoñaciones: volver al Mediterráneo, sumergirme en sus aguas azules, jugar con los risueños delfines y las peligrosas morenas, y dejarme ir, sin pensamientos, sin preocupaciones, sin recuerdos.
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