Miguel Delibes fue uno de los primeros escritores “serios” al que leí, por recomendación de un excelente profesor de Lengua (y de otros muchos saberes académicos y de la vida) en el colegio de los Escolapios de Pamplona, al que en alguna otra ocasión he mencionado en este blog: el padre Jesús Guergué. Quizás por esa razón la figura y la obra del escritor vallisoletano están asociadas en mi memoria no sólo a los inicios de la experiencia lectora, sino al interés por el estudio de la lengua y la literatura y la formación de la vocación docente. Ese primer libro era La mortaja, en la inolvidable edición de “El Libro de Bolsillo” de Alianza, con portada de Daniel Gil, y dio lugar a una anécdota muy celebrada en nuestra adolescencia, pues nuestro profesor nos había recomendado que acudiéramos a una conocida librería pamplonesa, a la cual llegó un compañero con una petición verdaderamente insólita: “quiero la mortaja de Guergué”.
Nunca me olvidaré de la impresión que me produjeron aquellos cuentos, de la estupefacción callada y temerosa del jovencísimo Senderines ante la imagen del corpachón muerto de su padre, en la novela corta con que se abre el volumen, de la entrañable relación que establecen a través de la radio de onda corta los protagonistas de “El patio de vecindad”, de los niños curiosos y un poco perversos que alimentan con lecherines a “El conejo”, de la terrible escena de caza en “La perra”, de los diálogos vivísimos que recorren las páginas más logradas de muchos de estos cuentos, y de la singular emanación emotiva que más tarde supe reconocer como uno de los rasgos característicos de la obra narrativa de Miguel Delibes.
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