Después de haber sufrido con Los peces de la amargura (aunque estremecedora, es una experiencia que vale la pena, porque es uno de los mejores libros de cuentos de la literatura española de los últimos treinta años), y de haberme reído a mandíbula batiente con las divertidas peripecias de Ratón y su esposa en Viaje con Clara por Alemania, no podía resistirme a leer El vigilante del fiordo, el nuevo volumen de relatos de Fernando Aramburu. El hecho de recorrer un terreno conocido siempre ayuda al lector, y más en este caso, pues de los ocho cuentos que componen la colección -“Chavales con gorra”, “La mujer que lloraba en Alonso Martínez”, “Mártir de la jornada”, “Carne rota”, “El vigilante del fiordo”, “Lengua cansada”, “Nardos en la cadera” y “Mi entierro”-, al menos el primero, el tercero y el cuarto se mueven en la estela de Los peces de la amargura, ya que muestran el dolor, la angustia y las heridas incurables que sufren las víctimas de la violencia terrorista.
El delirio criminal de los homicidas y la intimidación que practican sus acólitos (sean los etarras en “Chavales con gorra” y “El vigilante del fiordo”, o la de los islamistas del 11-M en “Carne rota”), no sólo se expresa en muerte y destrucción, sino también en una suerte de descomposición de la realidad, que ilustra Fernando Aramburu con historias que abordan distintas manifestaciones de un mismo fenómeno: el miedo y la obsesión que padece el matrimonio protagonista de “Chavales con gorra” durante su exilio forzado en el sur de España, la destrucción de la vida cotidiana en “Carne rota” (probablemente el mejor cuento del libro, con una espléndida elaboración literaria y episodios tan abrumadores que atenazan el corazón de los lectores), y un enajenamiento dolorido e irrecuperable que no es más que expresión de una imposible fuga de la realidad en el relato que da nombre al libro.
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