El compositor italiano Ennio Morricone es quizás el primero de los compositores de bandas sonoras cuya música oí en discos. Mi buen amigo Joaquín Ángel Lecumberri (profesor de flauta y, desde hace unos años, compositor laureado de música para txistu, para oboe y para coro) tenía en su inmensa colección de vinilos algunos discos del compositor romano, cuyas piezas, junto con las de Walter (luego Wendy) Carlos, Vangelis e Isao Tomita, eran por entonces casi las únicas excepciones en un auténtico océano de discos de música clásica.
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A Morricone lo oíamos constantemente, en cintas que grabábamos y que luego nos pasábamos entre los miembros de la cuadrilla. Recuerdo más de un viaje al monte en el coche de Jokin, con la música de Morricone como fondo musical de nuestras aventuras pirenaicas. Con el tiempo, mi amigo fue ampliando sus gustos musicales, y yo me fui construyendo mi propia colección de bandas sonoras (que más de una vez he compartido con Jokin, en justa correspondencia a sus enseñanzas). A pesar de que ha habido años enteros en que no he oído una sola nota del autor de bandas sonoras tan emblemáticas como La misión, Los intocables o Érase una vez en América, siempre recordaré aquellos primeros discos de Morricone con esa mezcla de nostalgia y pasión que se asocia con las experiencias que han forjado el gusto y la personalidad.
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