En la reseña de La conjura contra América prometí dedicar más atención a la obra de Philip Roth. En concreto, a Pastoral americana, que había comprado poco antes de terminar aquélla. He tardado varios meses en cumplir mi promesa, y no por falta de ánimo, porque La conjura me dejó rendido ante el talento del novelista norteamericano. Pero bueno, ya se sabe lo que pasa con las promesas formuladas en momentos de entusiasmo: se coge otro libro, se pica de aquí y de allá, y, sin saber muy bien cómo, uno acaba por arrumbar los buenos propósitos bajo una creciente y desordenada pila de volúmenes. Con todo, la segunda novela de Roth que pasa por mis manos ha tenido más suerte que otros libros, que ahí siguen, los pobres, sosteniendo el montón. Hace tres semanas que conseguí rescatar Pastoral americana del fondo de la pila, de donde salió prácticamente indemne (los libros aguantan la presión mejor que los seres humanos), y me lancé sobre ella con un apetito feroz.
No tenía ninguna duda de que Pastoral americana me gustaría. La novela, publicada en 1997, ganó el Premio Pulitzer, y todo lo que había leído sobre ella era muy elogioso. Sin embargo, tengo que reconocer que es un relato todavía mejor de lo que había supuesto: intenso, profundo, deslumbrante por la pericia de su planteamiento narrativo y por la eficacia de su manejo del tiempo y del ritmo, lleno de pasión y conocimiento del mundo, con una capacidad sobresaliente para captar la compleja realidad de la vida norteamericana a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y especialmente durante uno de sus períodos más convulsos: el período comprendido entre la extensión de la Guerra de Vietnam y el impeachment de Nixon.
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