Siempre que me tocaba explicar el tema de los mecanismos de creación de palabras, solía proponer a los chavales un juego bastante divertido: que inventaran un acrónimo eficaz y verosímil basado en su primer apellido. Pongamos un ejemplo sobre el mío, «Larequi», que podría equivaler a «Liga Asturiana de Reporteros Expertos en Quelonios, Úrsidos e Insectívoros» (un acrónimo bastante improbable, se nota que estoy un poco desentrenado).
Evidentemente, la eficacia, y aun la mera posibilidad técnica de poner en práctica esta actividad, dependen en gran medida de la naturaleza de los antropónimos; en una clase donde predominen los apellidos como «Lara», «Merino» o «García» los alumnos aceptarán la actividad de buen grado. Ahora bien, como abunden los «Aguirremenezcorta», «Urruticoechea» o «Miláns del Bosch», a lo mejor los chavales le tiran piedras a su profe.
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