En ese texto descomunal que es, por muchos y diversos motivos (longitud, variedad de escenarios y personajes, ambición narrativa, optimismo y fe en la condición humana a pesar de los desastres causados por la guerra y los totalitarismos), la novela Vida y destino de Vasili Grossman, hay un pasaje minúsculo, que me ha causado una vivísima impresión (se encuentra en el capítulo 17 de la segunda parte, página 523):
Los alemanes hablaban una lengua gutural cuya pronunciación no se parecía en nada a la de los profesores de los cursos de lenguas extranjeras. Katia se dio cuenta de que el gatito había abandonado su lecho. Tenía las patas traseras inmóviles, pero arrastrándose con las delanteras se apresuraba a llegar hasta donde estaba Katia.
Luego se detuvo, abrió y cerró la mandíbula varias veces. Katia intentó levantarle un párpado. «Está muerto», pensó con repugnancia. De pronto, comprendió que el gato había pensado en ella al sentir próxima su muerte, que se había arrastrado hacia ella con el cuerpo medio paralizado… Puso el cuerpo en un agujero y lo cubrió con trozos de ladrillo.
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