El 25 de junio se cumplió un cuarto de siglo desde el estreno de Blade Runner, de Ridley Scott, una de las películas de ciencia ficción más importantes de todos los tiempos. Con permiso de Stanley Kubrick, director del film que casi siempre se ha considerado como el título cimero del género, me atrevería a decir que Blade Runner es una película tan influyente como 2001: una odisea del espacio y, si la afirmación no resulta descaradamente herética, una obra que a diferencia de su ilustre predecesora apenas ha acusado el paso del tiempo.
Podría apoyar mi preferencia en una batería de argumentos aparentemente objetivos, pero en última instancia estaría haciendo trampas, pues mi predilección por Blade Runner obedece a motivos de índole biográfica y afectiva, que se entremezclan con razones algo más elaboradas, pero en cualquier caso muy próximas a esa imprecisa categoría analítica que es el gusto personal. No es lugar La Bitácora del Tigre para hablar de los primeros (incluso el bloguero impenitente puede guardar a resguardo algunos rincones de su intimidad); de las segundas, en cambio, trataré a continuación con algún detalle.
Si he de ser sincero conmigo mismo, es probable que la razón esencial de que Blade Runner me fascinara tanto la primera vez que la vi se debe a la presencia de la actriz Sean Young: sofisticada, bellísima y al mismo tiempo con un toque altanero y distante que la hacía irresistible, el personaje de la androide Rachael (que no sabía que lo era, y cuyo desconocimiento la volvía adorablemente vulnerable) se convirtió para mí en la encarnación de una de esas fantasías juveniles perturbadoras cuya huella sobre la conciencia no se borra con el paso de los años.
La banda sonora constituye el segundo motivo de mi devoción por esta película. No me refiero sólo a la música que Vangelis compuso para el film (de ella traté hace ya algún tiempo en este blog), sino al riquísimo y complejo entretejido de huellas sonoras que acompaña el fluir de las secuencias: el incesante goteo de la lluvia, el runrún de las conversaciones babélicas, el zumbido de unos ventiladores tan ubicuos como anacrónicos, el constante rumor publicitario que invita a la población a abandonar la Tierra y establecerse en las colonias exteriores, los ruidos que generan incontables dispositivos mecánicos y electrónicos, el suave petardeo futurista de los aerodeslizadores… Cada nueva revisión de Blade Runner ofrece un nuevo efecto sonoro a los oídos del espectador, una hebra más de una textura que suscita la impresión de un futuro reconocible, pero al mismo tiempo de una inquietante ajenidad.
Esa combinación inimitable de lo futurista y lo arcaico, de lo conocido y lo por venir, en una atmósfera singular (que ha sido imitada hasta la náusea, y desde luego nunca igualada, dentro y fuera del género), es otro de los signos de identidad más perdurables de la película. Tal vez Ridley Scott no sea un director de cine genial, pero desde luego que es un prodigioso creador de atmósferas. Y lo atmosférico resulta en Blade Runner tan inseparable de la trama y del trazo de los personajes que éstos son inimaginables sin la configuración de aquélla. Los tonos predominantemente oscuros, la confusión multirracial, los espacios abigarrados, casi siempre sucios, desordenados y a menudo claustrofóbicos (pero también hay interiores barrocos, de exquisita decoración y un aire entre decadente y aristocrático), los planos aéreos que dan cuenta de la megalópolis angelina, todos esos elementos conforman una riquísima experiencia visual. Un espectador podrá olvidar los detalles de la trama, pasajes enteros de la historia, los rostros de sus personajes, pero difícilmente podrá apartar del recuerdo la escena antológica en la que el aerodeslizador de la policía vuela hacia las solemnes pirámides futuristas de la Tyrell Corporation, a la luz de un sol ambarino y refulgente, de una tonalidad bellísima.
Blade Runner cuenta con uno de los personajes más potentes que haya podido crear la la cultura popular contemporánea. Me refiero, claro está, al androide Roy Batty, mezcla de ángel caído y criatura trágica, superhombre amoral pero al mismo tiempo víctima de un capricho irónico de su creador, personaje preñado de resonancias mitológicas y religiosas, auténtico emblema de una humanidad futura que ha llegado a la perfección biológica pero sigue haciéndose las mismas preguntas que han torturado desde el inicio de los tiempos la conciencia de los hombres. Su enfrentamiento con el doctor Eldon Tyrell, creador y padre espiritual, y sobre todo su discurso final, justo antes del momento de la muerte, son piezas antológicas del cine y la literatura de ciencia ficción a las que ningún aficionado al género puede resistirse (y yo menos que nadie, como demuestra la entrada que al respecto publiqué el 7 de diciembre de 2006). Es imposible saber qué hubiera sido del personaje en la piel de otro actor, pero lo cierto es que la interpretación de Rutger Hauer (de errática carrera artística, sólo comparable a la de su compañera de reparto Sean Young) es inolvidable: hay algo salvaje y enloquecido en la mirada del actor holandés, una mueca inhumana en la boca y en la expresión del rostro, que repelen y amenazan; pero, a la vez, una recia apostura viril, como de estatua griega o atleta germano fotografiado por Leni Riefensthal, que ejercen una atracción magnética sobre los espectadores.
Y queda en el recuerdo, por último, la historia de amor desesperada entre Rachael y Rick Deckard, un personaje trasplantado desde la novela negra y el thriller cinematográfico al ámbito de la ciencia ficción, en una suerte de transcodificación genérica (y no es la única de la película) cuya perfección y eficacia rozan el asombro. Pocas veces ha sido más verosímil la figura del detective endurecido y cínico que en este Deckard encarnado por Harrison Ford con su solidez habitual y una contención expresiva tan distinta de la garrulería y arrogancia de los héroes (el Han Solo de La guerra de las galaxias, el Indiana Jones de En busca del arca perdida) que interpretó en las inmediaciones del film de Ridley Scott. Y pocos personajes hay tan baqueteados por el destino y los golpes de sus futuras víctimas como este «ex policía, ex blade runner, ex asesino», tal vez también destinado, como Rachael (porque es probable que ambos sean androides, replicantes, proscritos), a vivir una vida breve, fugitiva, de recuerdos prestados.
Desde la distancia de sus veinticinco años de antigüedad, pero también desde una modernidad absolutamente vigente, cuya calidad estética no ha sufrido el más mínimo arañazo, Blade Runner nos invita a mirar el futuro con ojos cautelosos, pero también a una celebración gozosa de la ficción cinematográfica que es, a mi modo de ver, su valor más profundo y perdurable. Ojalá que el año 2019 no sea tan apocalíptico como el que pintó con mano maestra Blade Runner. Que se cumplan las bodas de oro de la película en un mundo mejor que el actual, y que ustedes y yo lo veamos. A poder ser, escribiendo y leyendo en los blogs.
Adenda del 6 de junio
Mucho antes de que la inmensa mayoría de los que utilizamos un ordenador tuviéramos la más remota idea de fotografía digital, el maestro Douglas Trumbull hizo en Blade Runner una demostración sorprendente de las posibilidades de esta tecnología. Aunque lo que en ella se presenta probablemente sea imposible, no soy capaz de resistirme a la tentación de traer aquí la celebérrima secuencia de la ampliación fotográfica, en la que Deckard descubre el rostro de la replicante Zhora en una de las instantáneas que atesora su compañero Leon. Una hipérbole fantasiosa de las que tanto gustan a los aficionados al cine de ciencia ficción, sin duda, pero también un ejemplo muy inteligente de cómo insertar en la trama un recurso tecnológico.
franciscoaranguren dice
Como adición a este post (de otro entusiasta de la película) hay que tener en cuenta las implicaciones filosófico-jurídicas del film. Hay un ensayo editado por Tirant lo Blanch: «El guardián de la diferencia». El derecho debe preservar la diversidad: la cuestión de los inmigrantes como sujetos con sus derechos limitados al trabajo que desempeñan. Lo mismo que los replicantes, hechos para trabajar, que tienen prohibido acceder al planeta Tierra. Segregación, programación genética…La ley trazando fronteras interiores. Todo eso está en el guión. Y también la ambiguedad. El amor, como un acto de mezclarse con lo distinto. La memoria, como una creación retroactiva. La muerte, como gran motor de la vida, como don a los otros. Todos los grandes temas están ahí. Y la necesidad de poner límites al deber, límites marcados por el imperativo de la humanidad: si los eliminamos por ser infrahumanos ¿no perdemos en ello nuestra propia humanidad? Y finalmente, el tiempo: el tiempo tasado que tenemos para ser hombres, para comprender nuestro destino mortal. El tiempo que apremia a los replicantes, pero que también nos apremia a nosotros: y nos enfrentamos al Creador para decirle ¿cuál es el sentido? El sentido que, finalmente, pone el replicante que renuncia a matar y al aceptar su muerte, da espacio al amor y la vida.
Eduardo Larequi dice
Efectivamente, la carga filosófico-moral de la película es abrumadora e indiscutible, aunque no faltan críticos que la consideran teñida de un intelectualismo algo cargante.
Yo he preferido evocar aquí aspectos más cinematográficos, pero me alegra, Francisco, que traigas a colación esos otros matices del film, y que lo hagas en un comentario realmente espléndido.