La publicación de esta novela ha sido saludada, tanto por el público anglosajón como por el de España e Hispanoamérica, con un entusiasmo que sólo es comparable a sus colosales dimensiones. Tal circunstancia no tendría nada de extraña en un mundillo tan devoto de su causa como el de los aficionados a la ciencia ficción, especie ya rara en sí misma (utilizo el adjetivo en su sentido axiológico, valorativo, y no en el estadístico, pues no somos tan pocos los que disfrutamos del género), pero ocurre que a esta recepción entusiasta se ha sumado la de otro grupo mucho más raro (en todos los sentidos): me refiero a la estirpe de los hacker, esa tribu caracterizada por su déficit de habilidades sociales, sus caóticos hábitos alimentarios, las tendencias paranoicas y la propensión a padecer el síndrome del túnel carpiano en sus estadios más agudos.
Se me ocurre, sin embargo, que la acogida brindada a Criptonomicón por unos y otros no carece de una dimensión irónica que sin duda hará feliz a su autor, puesto que la ingente novela de Stephenson guarda con la ciencia ficción un parentesco más que dudoso, como más adelante trataré de probar. Extremando tal vez el sarcasmo, sugiero complementar la afirmación de la portada del primer volumen de la edición española, donde se declara que Criptonomicón es “la novela de culto de los hackers”, con la propuesta de que los esquizofrénicos adopten El Quijote para su particular santoral.
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