Es más que probable que los lectores habituales de La Bitácora del Tigre hayan advertido ya mi fascinación por la civilización romana y sus obras. A quienes todavía no se hayan dado cuenta de ella, les recomiendo la reseña de la novela de León Arsenal La boca del Nilo, los dos comentarios sobre la serie televisiva Roma (Pues tiene buena pinta y Se acabó Roma), o la entrada dedicada a la tigresa cazadora que exhibe el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida.
Mi interés por todos los detalles de la cultura romana tiene algunas facetas un tanto cómicas. Por ejemplo, el hecho de que cuando veo alguno de sus monumentos más conspicuos (sin ir más lejos el pasado martes, ante el espectáculo grandioso del Puente de Alcántara), no pueda resistirme a tararear una melodía que evoca todo el esplendor del Imperio Romano. Me refiero, claro está, a la conocidísima marcha de Ben-Hur, de Miklós Rósza, la solemne «Parade of the Charioteers», cuyos majestuosos compases siempre acuden a mis labios cuando se trata de recorrer algún escenario de las glorias imperiales, sea el poderoso puente sobre el Tajo, el no menos impresionante Pont du Gard o el coqueto Arco de Triunfo de Medinaceli.
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