Hace ya bastante tiempo que no publico ninguna entrada sobre libros en este blog. En efecto, aunque no he dejado de escribir artículos más o menos relacionados con dicha categoría, la última reseña en sentido estricto fue la de Vida y destino, de Vasili Grossman, del pasado 13 de diciembre. Semejante abandono de uno de mis temas favoritos me hace sentirme doblemente culpable: no sólo por defraudar a mis incondicionales, sino también porque bajo las excusas de la pereza, la dificultad del género y el exceso de ocupaciones acaso se oculten los signos de una traición a mi propia naturaleza, o los primeros indicios de una pérdida de facultades con la que a todos (blogueros incluidos) nos amenaza el inevitable paso del tiempo.
En fin, no quiero ponerme melodramático ni exagerar la nota. Más vale coger el toro por los cuernos (y véase que la metáfora condice con las resonancias taurinas del título de este artículo) y compensar a mis lectores y a mí mismo por las oportunidades y el tiempo perdidos. Como no he dejado de leer durante todo estos meses, y de tomar las correspondientes notas, puedo juntarlas todas en una especie de reseña-compendio; seguramente será menos enjundiosa y detallada que mis piezas habituales, pero por otro lado tal vez tenga un interés añadido por la variedad de las obras comentadas y de los géneros a que pertenecen.
La primera de ellas es Firmin. Aventuras de una alimaña urbana, una novela-fábula del escritor norteamericano Sam Savage, de cuya existencia no había tenido la más mínima noticia hasta encontrármela de repente en el blog de Angus Iglesias. Tal como le prometí a Angus, compré la novela en seguida, y la leí prácticamente de un tirón, porque Firmin es una novela entrañable, con un personaje que en su apasionado amor por los libros y en sus esfuerzos por asemejar su naturaleza ratuna a la de sus amigos los hombres (con muchos episodios en los que la comicidad y el dolor se entremezclan de forma muy original) ofrece un encanto irresistible para los lectores. Cualquiera que alguna vez se haya sentido como un ratón de biblioteca, raro, inadaptado, un poco patético, orgulloso de su diferencia, voluntarioso y al mismo tiempo vulnerable, reconocerá en la rata protagonista de Firmin un alma gemela, y en sus andanzas por una ciudad de Boston en plena transformación urbana, con la ruina de los barrios céntricos y de los comercios tradicionales, hallará la oportunidad de conmoverse y meditar sobre las ilusiones perdidas y los pequeños fracasos cotidianos.
Me gustó la novela de Sam Savage (un outsider de la literatura, con largas barbas que le dan un aire de gurú profético y whitmaniano), y le agradezco mucho a Angus habérmela descubierto, pero también debo decir que en cierto modo me defraudó. De esa sensación probablemente no tienen la culpa ni el autor ni la novela, sino los inmoderados elogios a los que propende la industria editorial cuando se trata de anunciar sus productos, y que a menudo acaban por trastornar o desenfocar las expectativas de los lectores. Ocurre, a mi modo de ver, que por muy conmovedora y emotiva que sean la novela y su personaje, ni una ni otro constituyen la revelación que alguna publicidad ha pretendido. No puedo negar que he disfrutado con ella, que me he reído y que alguna vez se me han escapado unas lagrimitas, pero al final me he quedado con las ganas de leer una obra de más fuste, de mayor calado, más sólida.
En el caso de Un día de cólera, de Arturo Pérez-Reverte, estaba mucho más prevenido por lo que se refiere a los panegíricos, pues es bien sabido que el novelista de Cartagena es un intocable para el grupo editorial que publica sus obras, y cualquier cosa que salga de su pluma merece en determinados ámbitos los más descomedidos elogios (y, por la misma razón, algunas críticas especialmente atrabiliarias e injustas). En todo caso, y a pesar de que Pérez-Reverte no es santo de mi devoción, he de admitir que he leído Un día de cólera con gusto, en primer lugar porque el episodio del 2 de mayo de 1808 siempre ha tenido para mí resonancias afectivas muy singulares (sí, ya sé que está muy pasado de moda reconocer los sentimientos patrióticos, sobre todo cuando se aplican al concepto de «España» o del «Estado», como dicen muchos papanatas), y porque conozco bien la geografía urbana de un Madrid que, a pesar del tiempo transcurrido desde aquella épica fecha, todavía permite reconocer gran parte de los escenarios donde tuvo lugar el motín popular contra los ocupantes franceses.
Un día de cólera tiene todas las virtudes del estilo narrativo de Pérez-Reverte: prosa ágil y fluida, buen manejo de las situaciones y de los escenarios, una indiscutible capacidad para incluir en la trama a una enorme galería de personajes históricos, entre los que destacan los capitanes Daoiz y Velarde, los más conocidos héroes de la defensa del Parque de Artillería de Monteleón, cuyo contraste de caracteres y actitudes es uno de los mejores elementos dramáticos de la novela, y una rara habilidad para traer ante los ojos del espectador moderno las sensaciones -imágenes, ruidos y hasta olores- de aquellos sucesos. La verosimilitud histórica resulta abrumadora gracias a la presencia de personajes tan conocidos como Goya, Moratín, Blanco White, Mesonero Romanos o José Mor de Fuentes, y a la reiterada mención de calles, plazas y topónimos de la capital (la novela se acompaña de un plano del Madrid de 1808, mérito añadido para un servidor, que desde niño ha sido un fetichista confeso de los libros con mapas, fueran éstos reales o ficticios).
Lo malo es que en más de una ocasión a Pérez-Reverte le sobrepasa el entusiasmo, pues en su afán de hacer justicia a la gente del pueblo llano, auténtico protagonista de la insurrección madrileña, hay unas cuantas ocasiones en que el relato parece más una crónica periodística o un reportaje novelado (en muchos momentos la lectura de Un día de cólera recuerda en su técnica y modos de presentación a obras como ¿Arde París? y ¡Oh, Jerusalén!, de Dominique Lapierre y Larry Collins), o incluso una lista de bajas, que un texto con el grado de elaboración y la distancia que se presuponen a una obra literaria. Tampoco me acaban de convencer algunas proyecciones que sobre la realidad contemporánea lleva a cabo la novela; ahora mismo no recuerdo si el término «intifada» aparece explícitamente en el texto para actualizar ante los lectores lo que sucedió en las calles madrileñas el 2 de mayo, pero desde luego que Pérez-Reverte lo ha utilizado profusamente en la promoción editorial del libro. No hay duda de que el término es muy sugestivo, pero yo no acabo de estar seguro de que haga justicia a la realidad histórica.
Con El asombroso viaje de Pomponio Flato, la última novela de Eduardo Mendoza, me ha pasado algo parecido a lo que ya he dicho sobre el Firmin de Sam Savage. Sí, es una novela divertidísima, a veces tronchante, espléndidamente escrita, con un manejo sumamente brillante de los referentes literarios e históricos (los historiadores romanos, los Evangelios, la novela detectivesca), todos ellos arrojados a una especie de batidora intertextual que convierte los pastiches, las citas encubiertas, los ecos, las abiertas parodias y los homenajes en ingredientes de una combinación deleitosa, mezclada (que no agitada) por mano maestra.
Sí, hay que admitir que Pomponio Flato es una celebración de la ficción, ingeniosa y a menudo descacharrante, pues se trata de una novela mentirosa en el mejor sentido de la palabra, en la que, a pesar de su título, y por mucho que en la trama apunten unos cuantos sucesos estupendos, hay poco o muy poco de viaje asombroso. Tampoco es una novela policíaca en sentido estricto, ni siquiera un policíaco paródico al modo mendociano consagrado por obras anteriores como El laberinto de las aceitunas, El misterio de la cripta embrujada o La aventura del tocador de señoras (Pomponio es un detective avant la lettre, un ciudadano romano del orden ecuestre a quien el niño Jesús encarga que demuestre la inocencia de su padre, el carpintero José, acusado de un asesinato), sino más bien un relato de intriga que utiliza las convenciones y trucos del policial para darles la vuelta como a un calcetín. Y en cuanto a la presunta irreverencia respecto al relato bíblico y a la representación literaria de la Sagrada Familia, que tanto se ha destacado en algunas reseñas, pues tampoco es para tanto, creo yo, porque las licencias que Mendoza se toma con respecto a José, María o Jesús siempre están presididas por un humor elegante, contenido y sutil.
Ahora bien, cuando el propio Eduardo Mendoza señala en una reciente entrevista que su novela no «debe considerarse moneda fraccionaria» («Eduardo Mendoza. Una de romanos y mesías», Qué Leer, 131, abril 2008, p. 75), es inevitable que todo admirador de la obra narrativa del novelista barcelonés se haga la siguiente reflexión: «vale, de acuerdo, ¿pero para cuándo el billete de 500 euros?». Y es que en Pomponio Flato (como en Mauricio o las elecciones primarias, pero ésta era una novela mucho más plana, bastante menos seductora) parece evidenciarse que al último Mendoza le falta pegada, le falta punch, o tal vez ambición literaria. No soy de los que tienen prevenciones contra el humor en la literatura, antes al contrario, ni creo que los escritores hayan de escribir necesariamente en un «gran estilo» o a la búsqueda de una trascendencia impostada y altanera, pero tampoco me parece una buena solución que reduzcan voluntariamente el alcance de sus objetivos. En la citada entrevista, Mendoza se manifiesta sorprendido de la buena fortuna que algunas de sus novelas (en la página 78 cita el caso de Sin noticias de Gurb) han tenido en el ámbito escolar. No quiero jugar a hacer profecías, pero no es imposible que en unos pocos años Pomponio Flato pueda seguir el mismo camino, sobre todo si los docentes son capaces de soslayar el barniz culturalista de la novela; hay para ello muchas y variadas razones (y no todas me parecen defendibles) que cualquier profesor de Secundaria que haya leído las aventuras del bueno de Pomponio podrá fácilmente imaginar.
De Alejandro Magno. Conquistador del mundo, obra del historiador inglés Robin Lane Fox, cabe decir muchas cosas, pero nunca que sea una obra de ambición limitada. De hecho, es una biografía colosal (y no sólo por su longitud, de casi mil páginas), tanto desde el punto de vista de la perfección, fluidez, densidad y capacidad de convicción del relato histórico como desde la perspectiva de aquellos aspectos que tienen que ver con la técnica y el oficio del historiador: el manejo e interpretación de las fuentes, el dominio de la erudición, la capacidad para combinar el relato de hechos confirmados con la interpretación o discusión de los puntos oscuros, las suposiciones y las hipótesis.
Es, además, una obra ejemplar por el entusiasmo y convicción que se adivina tras la posición del historiador, plenamente persuadido de que el objeto de su biografía es un personaje admirable (cuán satisfactoria resulta su actitud, en contraste con la miríada de interpretaciones reticentes y desmitificadoras en que abunda la historiografía contemporánea, a menudo basadas en una transposición esencialmente anacrónica de nuestro moderno sistema de valores, cuando no teñidas por los perjuicios ideológicos de turno), con densas zonas de sombra como resulta inevitable en cualquier hombre de gobierno, pero al mismo tiempo poseedor de un proyecto vital de insuperable capacidad de convocatoria y liderazgo. En este sentido, la interpretación de la figura histórica de Alejandro de Macedonia que realiza Robin Lane Fox, perseguidor en vida del principio de la gloria consagrado por Homero en la figura heroica de Aquiles, es extraordinariamente sugestiva.
Aunque sea un tanto marginal para los propósitos de esta reseña, no me resisto a citar una llamativa curiosidad con respecto al autor de este libro: Robin Lane Fox, que fue asesor histórico de la película de Oliver Stone Alejandro Magno (y a ello se refiere en el prólogo a la nueva edición inglesa de 2004, que es la que ha servido para la traducción al español, tal como se menciona en la página 18), llevó su entusiasmo por el conquistador macedonio hasta el extremo de actuar como extra a caballo en el rodaje de la batalla de Gaugamela. Las pruebas, fotos incluidas, están a la vista de cualquiera que dese comprobarlas en una interesantísima entrevista titulada Riding with Alexander.
La glorieta de los fugitivos, de José María Merino, quinto libro de esta serie, confirma una vez más la validez del dicho taurino de que «no hay quinto malo». Se trata de un libro de microrrelatos (minificción o nanocuento son otros marbetes que han hecho fortuna para este peculiar género narrativo, tan de moda en los últimos años), que recoge las incursiones de Merino en la modalidad del cuento ultracorto: además de los 101 cuentos que formaban parte de dos obras anteriores, Días imaginarios y Cuentos del libro de la noche, en La glorieta de los fugitivos se recogen diversas obras inéditas o publicadas en revistas y antologías, así como una parte final, titulada «La glorieta miniatura», que viene a ser una especie de demostración práctica de la poética del relato breve, y que corresponde a la intervención del autor en el IV Congreso Internacional de Minificción, celebrado en la Universidad de Neuchâtel en noviembre de 2006.
No todas las piezas tienen el mismo valor (las de «La glorieta miniatura» me parecen excesivamente deudoras de eso que suele llamarse «literatura de circunstancias», pues en gran medida constituyen demostraciones de ingenio que quedan bien ante el atril de un congreso y no tanto en las páginas de un libro), pero no hay duda de que la mejor literatura de José María Merino está muy bien representada en este volumen. El Merino que comenzó su andadura literaria como poeta deja en muchas de estas breves piezas chispazos de asombro que revelan la irrupción de lo extraño en el ámbito de lo cotidiano (y esta es, en síntesis, la poética de lo fantástico que el escritor lleva muchas décadas practicando con singular acierto), y que al mismo tiempo adquieren la dimensión iluminadora, la capacidad de redescubrimiento de lo real, que es virtud propia de la poesía lírica.
A veces cercanas o plenamente insertas en el terreno del humor y la greguería, otras cercanas al relato terrorífico o a la ciencia ficción, practicantes gran parte de ellas de las estrategias de desdoblamiento entre la realidad y la ficción, la vigilia y el sueño, el mundo de la realidad y el de su reflejo especular, los microrrelatos de este libro constituyen una experiencia artística fascinante. Merece la pena leerlos a pequeños sorbos, preferentemente en la soledad y quietud de la noche, haciendo un esfuerzo por sentir la inminencia de alguno de los asombrosos sucesos y las presencias insidiosas que habitan en el interior del hogar, casi siempre inadvertidas salvo en los pavorosos dominios del insomnio y la duermevela.
He dejado deliberadamente para el final el libro que más me ha gustado de entre todos los que he reseñado en este artículo (ha sido también el último que he leído, pero no creo que ello sea causa determinante de mi preferencia): Chesil Beach, la última novela de Ian McEwan publicada en castellano. Tenía algunas referencias de esta obra (recordaba, por ejemplo, una muy elogiosa crítica de Eduardo Mendoza en El País), pero no la hubiera comprado de no ser porque en los puestos de la Feria del Libro de Pamplona una dependienta que me oyó hablar con Pilar de la novela (yo le decía que la historia no me interesaba mucho) tuvo la audacia de interrumpirnos para deshacerse en elogios y animarnos a comprarla: «mucho mejor que Expiación o Sábado -nos dijo-; su único defecto es que es muy corta».
Nos convenció por la rotundidad del argumento (ahora que Pilar no me está mirando puedo añadir que además era una chica muy atractiva, con una hermosa cabellera rizada), así que compramos el libro. Cuatro o cinco días después, comencé a leerlo, y me complace destacar que ni su brevedad, ni lo minúsculo de su anécdota -el relato de la noche de bodas de una pareja de jóvenes ingleses, Edward y Florence, en un hotel situado junto a la larguísima playa de guijarros, a principios de los años sesenta-, representan ningún obstáculo para un despliegue extraordinario del talento novelístico del escritor. Novela elegantísima y delicada, pero al mismo tiempo apasionada e intensa (se han subrayado los paralelismos con Chéjov, pero algunos pasajes me recuerdan más bien a Jane Austen), es un ejemplo de eficacia estilística y habilidad en el planteamiento de la estructura narrativa. La distribución del relato en cinco capítulos de extensión muy semejante, que van alternando entre el presente de la acción principal y el pasado de los protagonistas, es un prodigio de equilibrio, mesura y sentido del ritmo, dominado por un tempo moroso y sereno que en absoluto resulta aburrido. Sólo al final del capítulo quinto, una vez finalizadas las escenas que transcurren en el hotel de Chesil Beach, se acelera la narración, con un cambio de ritmo que trae a la memoria, tanto por la intención y punto de vista del narrador como por el hermoso tono elegíaco, el desenlace de Expiación.
Para quienes hablan y no callan acerca de la crisis de la novela, del agotamiento de sus temas y de la competencia ineluctable de los nuevos discursos narrativos y audiovisuales, Chesil Beach es una demostración palmaria de la potencia de la palabra escrita, de su capacidad evocadora, de la fuerza que tienen los sentimientos y las emociones en manos de un escritor de talento. ¿Cómo competir, en efecto, con el poder de la omnisciencia del narrador, con la belleza y elegancia del estilo indirecto libre, que tan bien utiliza McEwan, con la pujanza de las sugerencias (el decir a medias, la insinuación, la reticencia) sobre la personalidad y el carácter de estos dos jóvenes cuyo amor es, sin embargo, incapaz de sobreponerse a las circunstancias en que tiene lugar su primer y definitivo encuentro sexual?
A Ian McEwan le hubiera resultado muy fácil mostrarse superior a estos personajes, comportarse como un diosecillo admonitorio y pontificar sobre el fracaso de su relación, que tiene algo de tragedia cotidiana, pero también de suceso trivial y hasta ridículo. Otro escritor más pagado de sí mismo, o con más ínfulas, hubiera podido adoptar una pose cínica, distante o didáctica hacia sus criaturas, que sin duda se merecen una mirada severa (pues a Florence le pierde su rechazo, casi patológico, al contacto sexual, y a Edward la hipertrofia del orgullo herido), y más de un tirón de orejas. Sin embargo, el modo en que el autor trata la intimidad de ambos, con delicada cortesía (y sin caer en excesos ñoños o chabacanos, por cierto), con una ironía inteligentísima y discreta, es tan convincente como emotivo. No vale, desde luego, como terapia para parejas con problemas de comunicación o disfunciones sexuales, pero sí como ejemplo de la madurez artística de un escritor que de materiales narrativos mínimos, casi inexistentes, es capaz de extraer momentos literarios de una belleza arrebatadora.
Sam Savage, Firmin. Aventuras de una alimaña urbana, Barcelona, Editorial Seix Barral (Col. «Biblioteca Formentor»), 2007, 222 páginas.
Arturo Pérez-Reverte, Un día de cólera, Madrid, Ediciones Alfaguara, 2007, 401 páginas.
Eduardo Mendoza, El asombroso viaje de Pomponio Flato, Barcelona, Editorial Seix Barral (Col. «Biblioteca Breve»), 2008, 190 páginas.
Robin Lane Ford, Alejandro Magno. Conquistador del mundo, Barcelona, Editorial Acantilado (Col. «El Acantilado», 155), 2007, 957 páginas.
José María Merino, La glorieta de los fugitivos. Minificción completa, Madrid, Editorial Páginas de Espuma (Col. «Voces/Literatura», 83), 2006, 236 páginas.
Ian McEwan, Chesil Beach, Barcelona, Anagrama (Col. «Panorama de Narrativas», 688), 2008, 187 páginas.
Angus dice
De acuerdo con tu comentario sobre Firmin; creo que el hallazgo de un personaje como el de la entrañable rata merecía mejor relato.
También coincido con tu lectura de El asombroso viaje de Pomponio Flato. Parece que, al igual que tú, soy seguidora empedernida de Eduardo Mendoza y esta vez me he divertido con algunos episodios, he disfrutado con una redacción impecable y hasta he pensado en recomendarla a los alumnos, pero ¿crees que sin una formación judeocristiana podrían comprenderla? Desde luego, no es lo mejor de Mendoza, pero escribe tan bien…
Eduardo Larequi dice
Me temo que la mayor parte de los alumnos entenderán muy mal las aventuras de Pomponio, se perderán los chistes más sutiles (porque no conocen los Evangelios, ni tampoco los clásicos latinos, ni la novela policíaca, ni siquiera La vida de Brian) y sólo se fijarán en la sal gruesa.
Pero en realidad todo eso me parece peccata minuta, porque yo no me creo la aparente ingenuidad con que Mendoza se manifiesta respecto a novelas como Gurb, o este Pomponio, que a juzgar por la entrevista que he citado parece haber nacido como una especie de divertimento.
Un escritor tan inteligente y de carrera literaria tan dilatada como Mendoza, que además es un profesional de la pluma, sabe bien a qué juega cuando realiza apuestas como la de Gurb o Pomponio Flato: al éxito comercial, un propósito del todo loable, siempre que se reconozca con sinceridad.
Página por página (son casi de la misma longitud), y complejidad por complejidad, me parece mucho más recomendable en todos los aspectos, y especialmente para nuestros jóvenes, a menudo tan inexpertos en los vericuetos de la afectividad, el Chesil Beach de Ian McEwan.
Angus dice
Tomo nota de las recomendaciones, especialmente de Chesil Beach.
gracias por compartir tus lecturas.
Laia dice
Había algunos títulos que tenía en mi larga lista de obras para comprar y me has convencido para hacerlo ya, deberías escribir más reseñas, los que te leemos lo agradecemos
Antonio dice
Suscribo cuanto habéis apuntado de Pomponio Flato, la única que he leído de las que citas (aunque me apunto el resto). Pienso que los guiños de Mendoza van dirigidos más a sus lectores habituales que a los nuevos lectores, perdidos en un mar de intertextos. Respecto a su novela anterior, Mauricio o las elecciones primarias, aunque también me pareció un poco sosa, creo que representa el espíritu de una época y que quizá en el futuro se tome como referencia literaria de las ilusiones perdidas de una generación que creyó que la democracia nos salvaría de nuestras miserias.
Elisa dice
Gracias, tus incondicionales tenemos alimento para rato. De acuerdo en cuanto a Firmin, la única que he leído, me defraudó, tal vez por los excesivos elogios previos a su lectura. En cuanto al resto, que no he leído, y como se ve claramente que tu entrada va «in crescendo», pues me apunto las dos últimas.
En cuanto a las recomendaciones para los estudiantes de los libros de Mendoza nunca he podido comprender que se lea en los institutos Sin noticias de Gurb, a mí me parece una obra para lo que fue concebida: un ratito de lectura intrascendente en la playa. En general solemos preferir recomendar libros de literatura española o hispanoamericana, conviene que ampliemos los horizontes.
Eduardo Larequi dice
Qué gusto teneros a todos, Angus, Laia, Antonio, Elisa, tan atentos. Ya me iba olvidando de mi audiencia predilecta, la de los colegas de profesión y afición lectora (y en varios casos bloguera). Os prometo, aunque vayan espaciadas, más entregas «literarias». La próxima, si Dios quiere y consigo entenderlo bien, la de Exploradores del abismo, de Enrique Vila-Matas, un libro difícil, muy original, que todavía no sé muy bien por dónde abordar.
albert dice
Hola a todos.
Queríamos caldo y Eduardo no nos da 2 sinó 6 tazas!
Ya quisiera yo alcanzar la mitad de enjundia que consigues en estas seis breves reseñas.
De las comentadas, tengo varias en mi lista de espera. De Robin Lane Fox su «El Mundo Clásico».
En cuanto a Mendoza, yo tampoco acabo de entender la presencia en los institutos de «Sin noticias de Gurb». Supongo que yo debo ser de una generación anterior, así que pude leer «El misterio de la cripta embrujada». Quizá resulta demasiado complicado en comparación a Gurb…
Bueno, vamos a hacer los deberes.
Saludos
Antonio dice
En los últimos días he leído Firmin y Chesil beach y coincido con tus apreciaciones. Creo que a la primera le falta algo de arranque (me pareció quizá un poco infantil), aunque mejora hacia el final.
En cuanto a la novela de McEwan es desconcertante; no sabía nada del argumento y, hasta el final, me ha mantenido en vilo. El retrato de los personajes es soberbio, en cuanto a técnica y en cuanto a contenido. Todo un canto a esas oportunidades perdidas de la vida.
Un saludo.
Eduardo Larequi dice
Chesil Beach es una pequeña maravilla, una miniatura que merecería un análisis detallado y preciso de sus recursos narrativos. Si te interesan esas historias sobre «oportunidades perdidas de la vida», Antonio, vete corriendo a ver Revolutionary Road.
Juan Angel dice
Eduardo, después de tu análisis de «el nombre del viento» que tanto me gustó, me encuentro ahora con esta reseña más antigua que también me ha encantado, en parte porque he leído buena parte de los libros que comentas.
Tampoco a mí Firmín me acabó de convencer, en parte por el torrente de buenas críticas que lo avalaban y que ya te predisponen a encontrar una obra soberbia. En todo caso me entretuvo y a ratos me pareció enternecedor.
Tengo pendiente el día de cólera de Reverte. Tampoco es santo de mi devoción, como tú señalas. Aunque sus primeros libros me entretenían bastante, pienso que en sus últimas obras se centra demasiado en los personajes muchas veces a costa de la propia historia. Y Alatriste me supera…
Mendoza por su parte me encanta, salvo contadas excepciones como «Mauricio…». Su vertiente histriónica (Gurg, Horacio Dos, Pomponio y la saga del laberinto de las aceitunas) me parecen de los libros más divertidos que he leido, siempre con el permiso de Ignatius Really…
No he leído esta biografía de Alejandro, aunque es un personaje que me fascina. He leído el Alexandos de Manfredi, que me gustó bastante ¿Son comparables? ¿Con cuál te quedas?
Nada sé de la Glorieta de los fugitivos, y en principio no me atrae demasiado.
Y Chesil Beach, fantástica!! Uno de sus mayores aciertos, la brevedad. En esos tiempos en que parece que se neceitan cientos y cientos de páginas para contar historias, se agradece.
Eduardo Larequi dice
Es difícil que a uno no le guste Eduardo Mendoza, incluso en sus obras más flojas. Su ligereza y donaire a la hora de escribir, casi sobre cualquier cosa, son inigualables. De Valerio Massimo Manfredi he leído varios libros (El ejército perdido, La última legión y Quimaira). En nuestra biblioteca figura también Aléxandros. El hijo del sueño, pero no recuerdo haberlo leído, o sea que lo habrá comprado (y devorado, como tiene por costumbre) Pilar.
La colección de ficción brevísima de José María Merino no es lo que más me gusta del escritor leonés, pero tampoco me decepcionó. No sé si lo has leído, pero es un escritor muy recomendable, especialmente por sus cuentos. De todos sus libros de relatos, te recomiendo -probablemente sea difícil encontrarlo en librerías- su primera colección, Cuentos del reino secreto.
Por último, coincido en que la brevedad y concentración de Chesil Beach es uno de sus mayores méritos de esta bellísima novela. Por cierto, también he tratado en este blog de otras dos obras de Ian McEwan: Expiación y En las nubes.
Es un privilegio, Juan Ángel, tenerte de nuevo por aquí, con tan jugosos comentarios.