El pasado jueves publicó Vicente Verdú en El País un artículo, “Los niños son más listos que nunca”, cuya lectura me ha sumido en honda perplejidad. Comienza Verdú con una afirmación (“Todos los padres lo saben: los niños de ahora son más listos que los de antes”), que avala con los resultados comparativos de los tests de inteligencia de las últimas décadas, los cuales muestran un incremento significativo del CI de nuestros jóvenes con respecto a generaciones anteriores. Yo no soy experto en el tema, pero algo había leído ya sobre este fenómeno, que algunos explican como consecuencia de la cada vez mayor presencia de los estímulos visuales en la experiencia cotidiana de los jóvenes. Esa hiperestimulación redunda, a su vez, en el incremento de las capacidades de percepción y atención, que son tan esenciales a la hora de alcanzar una puntuación elevada en los tests de inteligencia.
No tengo por qué dudar de la veracidad de los datos empíricos que aporta Verdú (no obstante, cabría precisar que ni la inteligencia en el sentido cabal del término, ni mucho menos la educación integral de la persona son reductibles a las puntuaciones de los tests). Tampoco voy a lamentarme, antes al contrario, de las crecientes oportunidades de formación y ocio que tienen a su alcance los jóvenes de hoy, ni tengo el menor interés por negar la mejora evidente que los sistemas educativos y las métodos didácticos deben al “entorno más diverso y repleto”, propio de las sociedades desarrolladas, que favorece el incremento de la inteligencia. De todas formas, algunos de los ejemplos que invoca Verdú como elementos característicos de ese medio estimulante y vivificador resultan algo chuscos: ¿de verdad se puede sostener en serio que “las intrigas de los telefilmes o los videojuegos Actual [supongo que aquí hay una errata] multiplican al menos por tres el grado de complejidad que veíamos, hace treinta años, en las series de TVE”?
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