El pasado viernes cambié mi teléfono móvil (un HTC HD2 con Windows Mobile) por un Samsung Galaxy S II, dotado con el sistema operativo Android. El HTC apenas tenía dos años y medio, y supongo que podía haber seguido con él a cuestas unos cuantos meses más, pues su hardware es excelente, pero lo cierto es que estaba harto del comportamiento de Windows Mobile, protagonista, al menos desde el verano de 2010, de frecuentes bloqueos, reinicios inexplicables e interminables peleas con Sense, la interfaz táctil del HTC.
Tengo que admitir también que el Galaxy no fue mi objetivo en primera instancia. De hecho, había considerado otros smartphones, entre ellos el iPhone 4S, que descarté por su precio y por los plazos tan dilatados de suministro que me auguraron un par de proveedores; el Samsung Galaxy Note, también carísimo y tan enorme que no me cabía en la mano (¡hay que verlo para creer que es un teléfono móvil!); y el HTC One X, por el que estuve a punto de decidirme, aunque lo descarté porque no estaba incluido en las promociones de la compañía que me da servicio telefónico. Finalmente hice de la necesidad virtud y elegí el Samsung, no solo por mi interés en salir del ámbito de los sistemas operativos de Apple y Microsoft, sino también porque pude comprobar con los móviles de varios amigos y parientes lo bien que funcionaban los dispositivos de este fabricante.
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